Antirracismo,  Género

Mujeres en la vía pública: del acoso y otras depredaciones

Primer episodio: Una mujer negra, extranjera y de clase media al timón

Aunque manejo desde hace unos cinco años, en el interior de un carro he estado mucho más tiempo con un hombre conduciendo. Las manías, los insultos, los sustos y también los accidentes los he vivido mirando cómo dos hombres se adueñan de las vías mediante un timón. Casi siempre el factor velocidad los define. También el de la pillería, el de evaluar quién es más listo y hábil para violar reglas de tránsito. Y ante lo último, el “contrario” (parece que todo el resto que maneja es oponente) se insulta y arremete con el claxon, con un grito o con un gesto de manos y brazos abiertos que denotan enojo. Todo fugaz, pasajero.

Como acompañante, he comprobado cuando es el chofer quien se ofende por alguna maniobra extraña de su adversario vial. Una palabrota, una frenada intimidante, insultos como disparos; pero, para ellos, la vida sigue. Estos encuentros furiosos son realmente efímeros.

Sin embargo, la cuestión deja de ser pasajera cuando quien “enfrenta” desde el timón es una mujer. Y no cualquier mujer. A todas luces, una mujer extranjera, marcada por su negritud fundamentalmente, adscrita por esta razón a un imaginario social en el que las mujeres jóvenes racializadas ocupan más de un estigma y estereotipo. Es mi caso.

Existe en México la regla de ceder el paso a la derecha en un cruce o intersección sin señalética. Pasa el auto que viene por la derecha, y luego pasa el que venga por la izquierda, de “uno en uno”, y así sucesivamente el resto de los que esperan.

Recientemente, me encontraba en mi calle para superar el cruce de una avenida (cuatro carriles, doble sentido y separador), esperando el “uno x uno” que se venía cumpliendo a la perfección. Llegado mi turno, cruzo, pero el conductor “antagónico” no respetó el código; se me abalanzó, me pitó, me levantó las manos, bajó su ventanilla y me gritó “¡puta!”. El tráfico detenido y mi hijo en el asiento trasero preguntándome qué le pasaba a ese señor y qué quería decir esa palabra. No chocamos de milagro.

Él se quedó varado en un mal lugar en medio de la calle por haberse adelantado indebidamente. Yo mantuve mi posición correcta para rebasar el segundo tramo. Por tanto, siguió gritándome ofensas y tocando el claxon sin parar. Al ver que había llegado a un punto a partir del que podía seguir mi camino, miré hacia atrás, bajé mi ventanilla, me subí los lentes para mirarle a los ojos, le susurré con gestos labiales “idiota” y le levanté el dedo del medio de mi mano izquierda mientras seguía mi marcha. Una respuesta realmente ínfima y silenciosa en comparación con su grosera parafernalia.

Para mi sorpresa, el conductor, quien venía acompañado por lo que parecía ser su familia (niños y niñas en el asiento trasero, y una mujer a su lado), desvía su curso y me persigue. Esta vez tocando el claxon de manera persistente y a fondo, haciéndome señas denigrantes que veía por el retrovisor y pegando el frente de su coche a las espaldas del mío. Otra vez mi hijo preguntó qué le pasaba a ese señor “tramposo”, me dijo.

El show duró unas seis largas cuadras hasta que, por tanto absurdo y acoso estéril, frené, le sonreí al espejo y le hice una seña con mi mano para que se adelantara. No lo hizo de inmediato; pero, pasados unos interminables segundos, me rebasó mientras me gritaba “eres bien perra y bien puta”. La mujer que lo acompañaba asentía con la cabeza.

“Mamá, ¿por qué ese hombre te dice esas cosas?”. Porque soy mujer, hijo, soy una mujer a la que puede insultar sin que nada le pase… y también porque lleva prisa.

Segundo episodio: Masturbación pública y artefactos de defensa

Había terminado un programa en el que discutía como ponente, llena de emoción porque el diálogo había resultado potente y esperanzador, y rápidamente salgo de casa a buscar algo para comer. La tienda del barrio queda muy cerca. Voy grabando algunas notas de voz, por lo que llevo el celular en la mano. A pesar de ir distraída por el evento que recién concluía, en la calle el cuerpo (al menos el de una mujer) siempre está alerta.

En efecto, siento el ruido del motor de un carro, que acelera y desacelera a mis espaldas. Apenas se queda a mi altura del camino, me deja avanzar varios pasos y sigue el juego de la aceleración. No es normal, me digo. Me encontraba en un área descampada y ahí sonaron todas mis alarmas.

Agarré la pantalla del celular apagado como espejo retrovisor y, sin girar la cabeza, me percaté de que el carro era en realidad una camioneta algo vieja, y de que el conductor se volvía a acercar a mí. Esa vez se mantuvo a mi lado con el motor encendido aún.

En esas milésimas de segundos te lo preguntas todo y te respondes nada. La adrenalina se apodera de tu cuerpo y el corazón bombea; no te deja respirar. Mientras trato de apagar todos los interruptores perturbadores, dirijo la mirada de una vez hacia el hombre y ahí estaba, sentado dentro de su camioneta, observándome de reojo y masturbándose con la mano izquierda. Mientras todo sucede, el carro se detiene y yo sigo avanzando a mi paso.

Lo dejo atrás unos metros, sabiendo que el episodio no acabaría así. Vuelvo a sentir que acelera. Estábamos solos. Caía la tarde y apenas pasaban autos por la calle. Solo sabía que tenía que reaccionar y, teniéndolo de nuevo encima de mí, agarré el celular, simulé que lo estaba grabando y comencé a gritarle acaloradamente que el video se lo entregaría a la policía y más cosas: “Tengo tu placa, cerdo, cochino” y otros improperios cubanos.

El hombre se asustó con mis gritos y, sobre todo, con el celular. Arrancó de pronto y desapareció en el horizonte. No le aparté la mirada hasta sentirme “a salvo”. Le hablé a una amiga por teléfono, buscando un poco de compañía; entré a la tienda, tomé lo necesario y regresé con mil antenas activas, no de alerta, sino de miedo.

Traté de sedarme, sola. Era la primera vez que me pasaba desde que vivo en México. Pensé en la forma sofisticada de la masturbación (dentro de un vehículo), a diferencia de Cuba, donde siempre los he visto (por decenas) a pie o en bicicleta. También pensé en mi respuesta, quizá igual de “sofisticada”. No sabría explicar cómo logré que esa fuera mi reacción inmediata.

El caso es que, una vez más, se demuestra que las mujeres no habitamos el espacio público en igualdad de condiciones. Cuerpos sexualizados, feminizados, depredables. Somos presas posibles porque en un orden sociopolítico machista y misógino, las mujeres significamos menos (menos personas, menos ciudadanas, con menos derechos, con menos garantías, con menos credibilidad, con menos reputación, con menos posibilidades de ser defendidas y escuchadas). Además, somos presas posibles porque en este terreno de la violencia de género la impunidad campea. Ni socialmente ni en la comunidad ni en las instituciones encontramos las estructuras necesarias para el amparo y la reparación.

La sistemática depredación se agudiza cuando, además, se es una mujer extranjera y racializada. La disminución a la que somos sometidas se multiplica. El cuerpo de una mujer joven racializada (y extranjera a todas luces), objeto de fetichismos, se vuelve especialmente rapiñable. Se trata de un fenotipo que encarna una subjetividad sin rasgo alguno de poder (de poder defenderse, de tener credibilidad, de poder buscar y de encontrar ayuda ante las autoridades o ante la sociedad).

Por tanto, ser mujer-negra-migrante significa habitar el espacio público con exponencial vulnerabilidad, a pesar de que, en mi caso, pertenezco a una clase social que preserva algunos niveles de privilegio y dignidad en dicho espacio. El orden machista y misógino es, además, muy racista.

Hay cuerpos sexualizados, feminizados, contra los que no se arremete de igual manera, porque portan signos de privilegio en su interacción social. Por ejemplo, a extranjeras presumiblemente originarias del Norte Global no se les denigra en público en las mismas tesituras. Los llamados “privilegios” (blanquitud, alta clase económica, influencia potencial) pueden constituir signos de poder frente a hombres desposeídos sea por su clase social, su pertenencia racial, etcétera. Lo he comprobado en primera persona.

Después del primer episodio de acoso en la carretera, le ajusté a mi hijo la respuesta que le di entonces, acorde a su edad: “Ese hombre trató así a mamá porque está muy lleno de problemas y enojos, y actúa enfurecido contra personas que él cree que son inferiores… Sobre todo contra las mujeres, porque no nos respeta”.

Publicado en: OnCuba

Madre, mujer negra, migrante nacida en Cuba. Abogada, investigadora, militante feminista y antirracista. Ahora escribidora

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