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Madres migrantes: el territorio transfronterizo de los cuidados

La primera vez que me separé de mi hijo él tenía apenas 4 meses de vida. Fue una separación no elegida. Tuve que viajar a otro país por la exigencia de documentos migratorios para que el niño, como recién nacido, pudiera ingresar. Los tres días que estuvimos alejados parecieron una eternidad. Aunque ya mi hijo había dejado de lactar involuntariamente, bajo la ducha del baño del hotel lloré sin consuelo agarrándome los senos. Como si esa parte de mi cuerpo llorara también por la separación. 

Era la huella más vívida del vínculo entre él y yo.

Después de ese primer baño aletargado, me miré al espejo con los ojos hinchados y me tomé una foto. Sería, sin que lo sospechara entonces, un ejercicio de sanación que repetiría siete años después, en junio de 2022.

Fui invitada como panelista a un congreso en la Ciudad de México. Además de ser un compromiso colectivo, aquella también era una meta individual. Pero romper el hielo, cortar el cordón umbilical con el hogar y con mi hijo, confiar en los demás y ausentarme de casa por once días me parecía imposible de lograr.

Antes de mi viaje, diseñé un almanaque con números, símbolos y diferentes colores que ayudarían a mi hijo a entender los días de la semana en que mamá estaría fuera. Le expliqué cómo debía correr el imán por las casillas a medida que pasara el tiempo. Lo abracé, lo besé todo lo que pude, me despedí y entré al aeropuerto sin mirar atrás. Ya estaba hecho, lo más difícil comenzaba.

Mientras repasaba el cronograma del congreso durante el trayecto (aeropuerto-avión-aeropuerto-hotel), el pesado traje de mamá fue cambiado al de trabajadora e intelectual que debía afrontar ponencias y debates. La vida, y hasta mi propia corporalidad, se fueron volviendo más livianas. Mi cuerpo volvía a ser mío, a pertenecerme. Eso sentía y me repetía.

Como en la primera separación, una vez en la habitación y sola la sensación de culpa por abandono volvió a visitarme. Reconstituí el ritual del baño, el espejo y la foto.

La contradicción intrínseca del proceso de separación es inevitable: por un lado, experimentas el alivio de zafarte de las obligaciones maternas cotidianas; por otro, la nostalgia y la culpa por estar alejada de ese ser con el que has construido un vínculo de amor inconmensurable.

No obstante, en la distancia persiste la dedicación a los cuidados: llamar por teléfono, verificar que las rutinas continúan, asegurarse de que el niño se alimentó bien, que papá lo bañó a su hora, que tomó su medicamento, saber cómo durmió, y más, mucho más.

Se cuida, también, desde lejos. Se materna, incluso, en la distancia.

He tenido que criar a mi hijo lejos de mi país de origen y de mis redes de apoyo. Soy madre migrante en la medida en que materno en la soledad de la familia nuclear (madres, padres, crías) y en territorio extranjero. Quizá por eso el desapego, para mí, resulte más visceral; aun si el tiempo de separación es apenas unos días.

Hay madres migrantes que maternan en condiciones mucho más desfavorables y hasta de extremo peligro. Madres en ruta migratoria, en la selva, en el exilio; madres migrantes que, ante las adversidades propias de la maternidad, se las ingenian para mantener y alimentar los lazos de la crianza en la distancia.

Mabel

Hace menos de un año Mabel 1 salió de Cuba hacia Centroamérica; pasó por México y llegó a los Estados Unidos. Sabía que la travesía sería una de las experiencias más difíciles de su vida; pero también estaba segura de que dejar en la isla a una hija adolescente dependiente de ella sería lo más doloroso del proceso.

“Siempre quise venir. Desde que dos de mis tres hijas están aquí [Estados Unidos] y nacida mi nieta, que no conocía, siempre quise venir”. Así, la encrucijada de su decisión de migrar se vio impactada por el análisis de dónde la necesitaban más, dónde podía ser más útil, incluida la posibilidad de ayudar económicamente a la hija que quedaría lejos. “La situación de Cuba era desesperante por la escasez general que hay. Eso también me empujó a tomar la decisión”.

Sin embargo, a pesar de la distancia, Mabel no deja de maternar. Su acompañamiento y vigilia con la hija que ha quedado en Cuba son constantes. 

“Ser mamá estando lejos es difícil. ¡Bastante! Pero lo que hago todos los días por la mañana en cuanto me levanto es mandarle mi bendición. Todos los días”, enfatiza. “Le digo: ‘Bendición, buenos días, mi niña’. Cuando me contesta me siento más tranquila, porque sé que está bien. Nosotras hablamos dos o tres veces al día, y nos escribimos aunque sea tres palabras. Si se siente mal, la guío. Le digo: ‘Mira, tienes que tomar este medicamento, tienes que hacer esto, o hazte tal cocimiento’. Si tiene algún problema, que le noto enseguida en la cara, porque ella no me lo dice, recurro a mis ahijados o amistades: ‘Anita se siente mal. Por favor, llévenmela al médico’”.

“Es muy difícil estar lejos”, insiste con voz entrecortada y hace una pausa. “De verdad que es muy difícil cuidarla, pero no es imposible. Yo hago todo lo posible por cuidarla desde aquí. De hecho, cuando le escribo por la mañana y veo que es mediodía y no me contesta, al momento llamo a otra persona y le digo: ‘Fulano, mira a ver qué tiene Anita que no me contesta’, o pregunto si la han visto. Es una preocupación constante, una preocupación constante y desesperante porque no estoy presente”.

Mabel destina, además, casi el total de sus escasos ingresos en Estados Unidos a ayudar a Anita. Cuando puede, le manda medicamentos, ropa, comida.

“Hace dos meses que no cobro nada”, confiesa, refiriéndose a la inestabilidad del apoyo material que puede ofrecer a su hija.

“Por ejemplo, ayer mismo ella me dijo que no había comido todavía porque no tenía arroz… y ya yo no pude comer. Me duele porque es una parte de mí. Estoy aquí con mis hijas y mi nieta; pero dejé una parte mía allá. Sé que es una parte que está pasando mucho trabajo y no puedo ayudarla como quiero”, me cuenta, casi temblorosa.

Sandra

Luego de cuatro meses preparando su viaje para emigrar hacia los Estados Unidos por vía irregular terrestre, Sandra partió de Cuba en compañía de su hijo. Lo hizo sin despedirse de nadie.

“Preparé todo sola. No dije nada durante los meses que duraron los preparativos, ni me despedí. Mi familia y todo el mundo se enteró cuando estaba cruzando México porque alguien conocido me vio. Mi hijo se enteró la noche que lo desperté y le dije: ‘Te tengo una sorpresa’. La sorpresa era irnos al aeropuerto”.

El desafío que se asomaba a la vida de Sandra era inmenso. En ningún momento pensó en salir del país y dejar a su hijo detrás. De cara a los riesgos, priorizó todo lo que podría necesitar su niño en la travesía: medicamentos, ropa y zapatos cómodos. Sin embargo, no podía sospechar lo difícil que sería cruzar fronteras, selvas y terrenos escabrosos para alcanzar su destino.

Llegó a temer más por la vida de su hijo que por cualquier otra cosa en el mundo.

“Un día sentí que lo perdía. Me dijo: ‘Mamáno puedo más’, y me dije que si ahí le pasaba algo a mi hijo yo no tendría cómo perdonármelo”.

Al subir una de las altas y empinadas montañas entre Nicaragua y Honduras, Rafelito, operado del corazón en Cuba, sintió que sus piernas no respondían y que no podía avanzar. Sandra lo cargó sobre su espalda, abandonó una mochila, se puso delante la que quedaba con comida y logró llegar a la cima con el niño a salvo.

“Recuerdo que no podía subir la loma, y yo me aguantaba las rodillas y decía ‘Dios mío, ayúdame a no quedarme atrás y a poder subir con mi hijo’”, me cuenta entre lágrimas. “Fui la última del grupo, pero pude llegar”. Días después, celebraron el cumpleaños número 8 de Rafelito, solos y de manera simbólica.

“Nadie me ayudó —sentencia—, nadie te cuenta realmente lo duro que es cruzar y lo que se pasa en realidad”.

Llegó a culparse muchas veces por lo “egoísta” de su decisión. No obstante, mirando atrás y haciendo un balance de lo que fue viajar como madre con su hijo a cargo de manera “ilegal e indocumentada”, rescata que, al llegar a los Estados Unidos, fue “increíble, entré en shock y me dio por llorar, porque me parecía mentira que ya estuviéramos fuera de peligro, que lo hubiéramos logrado, que estuviéramos aquí vivos, que finalmente hubiéramos llegado a la meta”.

María Elena

“Soy madre de un niño de 13 años. Salí hace ocho meses de Cuba por motivos de superación profesional, a través de mi trabajo, para hacer una estancia de investigación en la UNAM por dos años”. Así se presentó María Elena cuando la entrevisté.

Cuenta que, antes de tomar la decisión, lo habló con su hijo. El proceso de migrar temporalmente fue muy consensuado entre ellos, y con la abuela, quien se ocupa del niño en la ausencia de María Elena.

“Él lo entendió y lo deseó, con la esperanza de reunirse conmigo aquí. Entiende que es por nuestro bien, por mi superación profesional y que va a traer beneficios para nuestra vida”, añade.

La partida de María Elena significó, además, un esfuerzo adicional de reorganización familiar, porque tuvo que cambiar al niño de provincia y de escuela para que pudiera estar con su abuela.

A pesar de que se intercambian fotos, se cuentan historias cotidianas, y hacen videollamadas todos los días, me confiesa que han sido meses difíciles.

“Nunca me había separado tanto tiempo del niño. Hay momentos en los que una está triste; otros, alegre. A veces una se preocupa porque no recibe noticias, pero siempre he tratado de mantener comunicación”, explica.

“Los momentos más difíciles son las fechas señaladas. Cuando fue su cumpleaños en marzo, por ejemplo, no pude ir porque había ido a Cuba en diciembre. Esos momentos son muy difíciles. Evito siempre decirle que lo extraño, para no generar angustia; siempre trato de contarle cosas alegres, de aquí de México. Le enseño videos de donde estoy viviendo. Algo también muy difícil fue la despedida de aquel viaje que hice a Cuba en diciembre. Me dijo que me extrañaba mucho, que él sabía que todo esto era por nuestro bien, pero que él me extrañaba, que lo que más deseaba era estar conmigo de nuevo. Es muy difícil cuando uno decide estar tanto tiempo lejos sin saber cuándo podrás regresar”, reconoce la madre migrante.

La suerte, para María Elena, es que ha podido comprobar la madurez que ha ido adquiriendo su hijo. Me cuenta que es cada vez es menos dependiente, es responsable en la escuela, le gusta sacar buenas notas y rodearse de buenos amigos. Siendo así, se aligera un poco el peso de la separación.

Maternar en el nido, en las fronteras, en la distancia

Partir a veces supone una posibilidad de retorno seguro y expedito. En otras, el regreso luce totalmente incierto. Cada día se hace más frecuente, además, escuchar historias de cubanos en las que madres solas o en compañía de hijas e hijos pequeños cruzan las fronteras de Centroamérica o los Balcanes.

Cuando se es madre, los cuidados no se diluyen ni siquiera a distancia. Solo cambian de rostro. Mutan a vías digitales, se sostienen en las redes humanas complementarias y cercanas a los hijos en los países de origen. Se transforman en gestiones económicas, en envío, en ayudas. Pero en ellos se conserva la intensidad de los afectos que, incluso, se ven aumentados.

En la maternidad hay labores de cuidado tangibles, como el trabajo doméstico. Pero otras se insertan en el campo emocional y afectivo. Son intangibles y, a la vez, imprescindibles para el sostenimiento de la vida y de la relación madre-hijo.

De ahí que, en la noción del cuerpo de una madre como territorio, como espacio físico real donde tiene lugar esta vorágine de labores y emociones, son transfronterizos los cuidados; sea porque se dejó a las crías en los lugares de origen por tiempo indefinido, sea porque se cabalgó con ellas en el trote azaroso de la vida y la movilidad, o sea que, por fortuna, se pudo regresar a su encuentro en el corto plazo.

No podría hablarse de cadenas globales de cuidados o, más bien, de circulación del cuidado trasnacional, si las madres (o quienes crían o maternan) no fuéramos el cuerpo-territorio de los cuidados.

No podría hablarse del cuerpo-territorio-materno de los cuidados, si el mandato social no nos encargara inexcusablemente el peso desbalanceado de la crianza.

La paridad en los cuidados requiere además la corresponsabilidad de los Estados, de las empresas, de las instituciones y la sociedad. Garantizar calidad en los cuidados y la corresponsabilidad significa desmontar el estereotipo de la “madre todopoderosa a tiempo completo. Implica desmitificar que tenemos que ser primero madres y después todo lo demás.

La calidad en los cuidados depende de que el enfoque esté también en quienes cuidan. Depende de la comprensión,a nivel individual y colectivo, de que no somos cuerpos mecánicos autorecargables por la “naturaleza del instinto”. No basta el amor que sentimos por nuestros hijos e hijas para reponer la energía que se nos agota cuidándolos. Se necesita acompañamiento, distribución de los cuidados y tiempo para el descanso y el ocio de quienes cuidan. 

Maternar migrando tiene un costo altísimo en cuanto a desventajas sociales. En estas condiciones no se cuenta con las redes humanas y de acompañamiento que se tiene en el país de origen. No es lo mismo ejercer la maternidad con plenos derechos ciudadanos, que de forma indocumentada o con derechos a medias.

Ser madre migrante es redoblar la carga; ampliar estrategias de sobrevivencia en terrenos desconocidos; desafiar la separación física con pantallas y celulares; inventar el afecto digital, la presencia electrónica; vivir con el nudo en la garganta de que nada malo puede ocurrirte porque eres el cuerpo-territorio-materno más seguro para tu cría.


Nota: 

1 Se han usado seudónimos para respetar la privacidad de las entrevistadas. 

Publicado en: OnCuba News

Foto: Bienvenido Velasco/EFE

Madre, mujer negra, migrante nacida en Cuba. Abogada, investigadora, militante feminista y antirracista. Ahora escribidora

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