Las mujeres y las guerras
El conflicto ucraniano no ha comenzado con la invasión de Rusia y la serie de potencias bélicas que así lo propiciaron. Uno de sus complejos precedentes es la guerra del Donbass como consecuencia del derrocamiento del gobierno del presidente electo Víktor Yanukóvich en el 2014.
Aunque la cobertura mediática sobre aquella guerra no fue extendida ni hubo un movimiento internacional que reclamara por la paz ni peticiones globales de corredores humanitarios; entre abril de 2014 a mayo de 2017 murieron en el Donbass más de 10 mil personas y casi 24 mil resultaron heridas; hasta el 2021 la cifra de fallecidos a causa de la guerra había ascendido a 14 mil.
Sin embargo, el conteo de víctimas fatales en una guerra casi siempre omite el género y pocas veces se narran las violencias adyacentes que golpean más a las mujeres.
En el Donbass, entre los años 2014 y 2017, la Misión de Vigilancia de los Derechos Humanos en Ucrania documentó violencia sexual relacionada con el conflicto tanto en hombres como en mujeres, aunque sin establecer proporciones entre uno y otro género. “Los golpes y la electrocución en los genitales, las violaciones, las amenazas de violación y la desnudez forzada se utilizaron como método de tortura para castigar, humillar o extraer confesiones. Los perpetradores amenazaron con detener, secuestrar, violar, herir o matar a los familiares de las víctimas, especialmente a sus hijos, para aumentar la presión”.
Varias voces, incluidas las de periodistas feministas, denunciaron que en el contexto del Donbass se habían reportado violaciones y desapariciones de mujeres en los territorios en guerra, pero nadie, ni organizaciones internacionales ni la prensa, quiso asumir esa realidad de la poco o nada se sabía. También se denunció, por parte del gobierno de Donestk, el hallazgo de cadáveres de decenas de mujeres violadas y asesinadas por el ejército ucraniano, sin embargo, ni a la OSCE ni a la Human Rights Watch les interesó nunca confirmar la información. De la misma manera, varios periodistas internacionales reportaron sobre violaciones y torturas a mujeres cometidas por el Batallón Azov en sus prisiones (destacamento voluntario de extrema derecha dependiente del Gobierno de Kiev) y tampoco tuvo repercusión.
Si bien antes de la guerra del Donbass, Ucrania era el tercer país de Europa con mayor tráfico de mujeres con fines de explotación y/o esclavitud sexual, el problema se agravó durante el conflicto, propiciado por el desplazamiento forzoso de más de dos millones de personas contabilizadas hasta el 2018, en su mayoría mujeres, niños y niñas. La pobreza extrema a la que son sometidos los territorios sumidos en guerra favorece también la trata de mujeres, los matrimonios forzosos, la venta de vientres, el tráfico de niños y niñas, la falta de salud menstrual y sexual, y la obligatoriedad de reproducir la vida bajo un escenario de muerte.
El cuerpo de las mujeres también es un territorio de guerra. En él se inscribe la derrota o la victoria del adversario mediante su vejación, su violación, su destrucción o castigo. Se convierte en algo más que un botín, el rapiñaje de los cuerpos de las mujeres en conflictos bélicos es sinónimo de destrucción del tejido social, de la frontera de un país y de la comunidad del vencido.
Por eso, en el conflicto ucraniano actual, los hechos y las amenazas se repiten.
Aunque ahora la guerra contra Ucrania cuenta con corredores humanitarios, con el interés de las organizaciones internacionales y de derechos humanos, con el favor de la prensa occidental y con una movilización solidaria global (a diferencia del Donbass1), las mujeres seguirán enfrentando la contienda bélica de forma desigual. Incluso, ante la solicitud por parte de Ucrania de la intervención en ese país de las Fuerzas de Paz de la ONU (conocidas como “cascos azules”), es importante recordar que las violencias sexuales y en general contra las mujeres no solo se producen durante los desplazamientos irregulares, en las zonas de conflicto o en los centros de detención, también ocurren en los propios campos de refugiadas. La propia ONU ha registrado más de 1700 acusaciones de víctimas de agresión sexual a manos del personal civil y militar de las Fuerzas de Paz de Naciones Unidas en menos de dos décadas.
Las “otras” mujeres
Tras los sucesos del 11 de septiembre, Estados Unidos invadió Afganistán bajo el pretexto de emprender una “guerra contra el terrorismo” basada, principalmente, en capturar a los artífices principales del atentado contra las torres gemelas y de esta manera frenar el avance talibán y, en segundo lugar, para “liberar” a las mujeres afganas del terror.
Ciertamente desde que los talibanes2 tomaron el poder de ese país, en 1996, las violaciones de los derechos humanos contra las mujeres afganas se acentuaron, a pesar de que ha sido un país sumido en guerras históricas y en conflictos armados internos entre tribus y etnias, lo que ha mantenido al país en la pobreza y, con ella, las mujeres se han llevado la peor parte. Sin embargo, es indiscutible que, tras veinte años de “guerra contra el terrorismo” e invasiones, Afganistán es hoy un país más devastado aún.
Se contaban más de 100 mil civiles asesinados y 2,2 millones de desplazados entre Irán y Pakistán hasta finales de 2020. Solamente en el primer semestre del 2021, del total de víctimas civiles casi la mitad correspondían a mujeres, niñas y niños. Los peligros y las violaciones contra las afganas se repiten, con la diferencia de que no eran europeas sino musulmanas a las que no les establecieron un corredor humanitario ni la ayuda humanitaria llegó en términos eficientes; al contrario, las mantuvieron en su grandísima mayoría en Oriente medio, las ONG y otras instituciones de ayuda internacional se enclavaron en el territorio afgano y allí desarrollaron sus programas de ayuda.
A pesar de que esa “guerra contra el terrorismo” costó 2,2 billones de dólares, el talibán reocupó el poder en ese país y las ONG dedicadas a “liberar” a las afganas apenas lograron cambiar algunas dinámicas de discriminación; fundamentalmente en la capital y para escasos sectores de mujeres, ya que en el resto del país siquiera llegaron a tener repercusión los programas salvacionistas de Occidente.
La opresión contra las mujeres afganas durante los veinte años de guerra solo cambió de perspectiva y de discurso, pues el paternalismo victimizante con el que Occidente las trató desde narrativas de barbarie, compasión y atraso no significó de ninguna manera una ruptura con la violencia, sobre todo proviniendo la “ayuda” de manos de su invasor en un contexto islamofóbico de muerte rapaz. La fetichización colonialista del velo de las mujeres afganas como el dispositivo de “liberación” no hizo más que confirmar que las “ayudas” no estaban allí para favorecer a las mujeres, sino para enriquecer a sus organizaciones a costa de ellas y para ratificar el paradigma europeo liberal de ser mujer.
Las propias afganas alzaron su voz tras el regreso del talibán alertando sobre “la verdadera naturaleza de los 20 años de guerra entre Estados Unidos y la OTAN bajo los engañosos títulos de derechos de la mujer y guerra contra el terror. Después de desperdiciar millones de dólares y miles de vidas, los misóginos y criminales talibanes están de regreso, más poderosos que nunca.”
Por su parte, desde América Latina y el Caribe, sabemos bien de estas simulaciones. Citando a Raúl Zibechi: “Aunque los grandes medios occidentales se compadecen de las afganas, sabemos que les importan tan poco como las decenas de miles de mexicanas asesinadas, desaparecidas y secuestradas por el narco-Estado.”
Las “otras” guerras
Occidente y sus potencias también reproducen su poderío mediante un extractivismo que tiene lugar sobre el cuerpo de las mujeres. Las mujeres afganas son un ejemplo, pero también lo son las latinoamericanas y caribeñas.
El concepto de “guerra de baja intensidad”, tal y como se ha articulado en nuestra región, fue ideado en Francia a raíz de las luchas de liberación de Argelia3. Esta doctrina militar es una guerra que no busca combatir un ejército sino a su población civil en medio de la cual, supuestamente, se encuentran guerrilleros o grupos de personas alzadas contra el poder y generalmente relacionados a idearios revolucionarios. Su objetivo no se dirige a conquistar un territorio para otro Estado, sino infundir miedo y pánico mediante la tortura, el asesinato, la desaparición y el castigo entre la gente y la disolución de los vínculos sociales. El ejército francés lo difundió vendiendo su doctrina a los Estados Unidos a través de las escuelas militares, especialmente a través de la Escuela de las Américas en Panamá, y posteriormente en los países de Centroamérica donde persistieran conflictos armados.
El Salvador, Honduras y Guatemala conforman lo que se conoce como el Triángulo Norte Centroamericano (TNCA), uno de los territorios más peligrosos del mundo. Estos tres países se encuentran entre los 23 del mundo con mayores tasas de homicidio, además con niveles de violencia solo comparables a países que presentan o han presentado conflictos armados tradicionales, por ejemplo, el segundo país más violento del mundo lo ocupa Honduras (solo después de Siria). Asimismo, no es casual que las tasas de feminicidio de los países que conforman el TNCA sean a su vez las más altas de la región (El Salvador y Honduras en los dos primeros lugares, y Guatemala en el cuarto). No obstante, estas cifras deben ser leídas bajo el contexto de la “guerra de baja intensidad”, la delincuencia organizada y la agudización de la pobreza.
Sin embargo, la “guerra de baja intensidad” ha ido cambiando de nombre y de intereses, ahora la conocemos como “guerra contra las drogas” a raíz del fortalecimiento de las redes del narcotráfico y del crimen organizado; fenómeno propiciado y alentado por la inicial “guerra de baja intensidad” en los mismos territorios. Cada vez son más crueles y expandidas sus dinámicas, y también cada día se hace más evidente que responden a los intereses de gobiernos neoliberales y de corporaciones trasnacionales extractivistas en nuestra región.
En México, la sierra de Guerrero fue una de las bases experimentales de la “guerra de baja intensidad”, que usó como política de contrainsurgencia militarizada a las desapariciones forzadas y otras formas de represión (fue conocida también como la “Guerra Sucia”). A la par, se introdujo el cultivo de amapola en la zona, convirtiéndose en el primer cultivador en México y de los principales productores de goma de opio en el mundo. Hoy, el estado de Guerrero presenta una alta incidencia de feminicidios, de desapariciones de mujeres; las niñas se mercantilizan y se venden con fines de explotación sexual. Guerrero ocupa el segundo estado a nivel nacional con mayor porcentaje de matrimonios infantiles forzosos.
La antropóloga feminista Rita Segato en su libro La guerra contra las mujeres describe la situación de vulnerabilidad, desapariciones y asesinatos sistemáticos que impactaban a las mujeres de Ciudad Juárez en México. Mujeres que vivían en un estado fronterizo, empobrecidas, racializadas, vinculadas al trabajo precario de las maquiladoras en el contexto del ascenso del capitalismo neoliberal y trasnacional como consecuencia de la firma del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte). El secuestro, la tortura, la violación tumultuaria, el estrangulamiento, la mutilación, la muerte y la impunidad conformaban el panorama de la violencia contra las mujeres en ese territorio. Muy diferente al feminicidio doméstico y vinculado al trabajo feminizado y precarizado en las maquilas.
Si encaramos la situación de las mujeres negras y afrodescendientes en Colombia, específicamente en la zona del Pacífico, el distrito de Buenaventura da cuenta de cómo el asesinato sistemático contra las mujeres negras también forma parte de una estrategia de desplazamiento de la población negra para la ejecución de megaproyectos que responden a los intereses corporativos. Los planes de desarrollo vinieron acompañados de un despliegue de fuerzas paramilitares que protegían los intereses de los empresarios y también formaba parte de la llamada “guerra contra las drogas” denunciada infinidad de veces por la hoy candidata a la vicepresidencia de Colombia Francia Márquez.
Y por último podemos hablar también de las “guerras híbridas”, en las que se inscribe el histórico conflicto político entre Cuba y los Estados Unidos y la estrategia del bloqueo y sanciones económicas de este país como método de asfixia contra la población civil, de manera tal que provoque el derrocamiento del gobierno cubano. En el informe Derecho a vivir sin bloqueo. Impactos de las sanciones de Estados Unidos en la población cubana y la vida de las mujeres, se demuestra cómo estas sanciones impiden el desarrollo de la nación cubana, cómo provoca la agudización de las desigualdades y la pobreza, de peor impacto para las mujeres.
Si bien Cuba no se encuentra afectada por una invasión militar, ni por el narcotráfico, el crimen organizado o por fuerzas paramilitares de forma tal que se pueda verificar los efectos de la “guerra híbrida” mediante altas cifras de muertes, feminicidios y violaciones sexuales, los efectos de las hostilidades entre los dos países por más de 60 años refuerzan dinámicas internas en términos de plaza sitiada que conllevan, aún más, al detrimento de los derechos de la sociedad en general y de las mujeres en particular.
El 78 por ciento de las niñas y las mujeres que viven en Cuba nacieron con la imposición del bloqueo de los Estados Unidos. El informe realizado por Oxfam Cuba, resalta que “el embargo contra Cuba no ha logrado nada a lo largo de las décadas más allá de contribuir al sufrimiento humano, especialmente al sufrimiento de las mujeres en la isla”. En efecto, somos las mujeres las que llevamos a cuestas la reproducción y la sostenibilidad de la vida cotidiana a pesar de la severa escasez de alimentos, de medicamentos y de recursos en general. A su vez, la mujer cubana está protagonizando la migración hacia el exterior y ya se encontraba sobrerrepresentada en las estadísticas de migración interna, principalmente por mujeres racializadas, debilitándose así el tejido social, familiar e incluso, nacional.
Además, esta estrategia de guerra a la par que aumenta las desigualdades de género reflejada en el desempleo, en las brechas del sector privado, en las condiciones habitacionales, en el acceso a la educación, a la alimentación y a la salud; exacerba también la violencia, en su forma doméstica y no doméstica.
Las guerras, todas, las pagamos también las mujeres, con nuestras “resistencias” y nuestros cuerpos.
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Notas:
1 Desde 2014, el presidente de Ucrania Petró Poroshenko solicitó reiteradamente el envío de un contingente pacificador internacional al Este, pero nunca encontró respuesta ni en la Unión Europea ni en la OSCE.
2 Los talibanes surgen en consecuencia de una serie de eventos, entre ellos, las dinámicas de la guerra fría, la invasión de la URSS a Afganistán en 1979 y sus rivalidades intestinas. En ese contexto los muyahidines fueron financiados y armados por los Estados Unidos, la CIA y sus aliados para luchar contra sectores comunistas y las fuerzas invasoras y, una vez retiradas en 1989, varias facciones muyahidinistas siguieron enfrentándose internamente y en una segunda generación surgen los talibanes. Pensadoras feministas confirman que el talibán no es un producto del Islam sino un producto de la guerra donde el dominio sobre el cuerpo de las mujeres y su extremismo representaba una reafirmación con la yihad.
3 Jules Falquet, Pax Neoliberalia.
Imagen: “Afganistán: consecuencias de la guerra para las mujeres” del colectivo Cámara Lúcida. Foto: Alberto Prieto.
Publicado en: OnCuba News