Mujeres presas, las más olvidadas
Un estimado de 11,7 millones de personas se encontraban detenidas o privadas de libertad en todo el mundo al cierre de 2019 (casi la población habitante en Cuba). Aunque el 93% de ese total está compuesto por hombres, en los últimos veinte años han sido más las mujeres que han ido a parar a las cárceles (33% de aumento) en comparación con los hombres (25% de aumento).
Sin embargo, el aumento de un 25% de la población penal a nivel mundial desde el año 2000, no ha sido nutrido por igual por todas las regiones geográficas del planeta. Han sido América Latina y el Caribe, junto a Australia/Nueva Zelanda, las que han tributado en mayor proporción a ese aumento, con un 68% en las últimas dos décadas. No obstante, la región de las Américas es la que mayor tasa de encarcelamiento posee a nivel mundial: América del Norte presenta una tasa de 577 personas privadas de libertad por cada 100 mil habitantes; y América Latina y el Caribe 267; ocupando el primer y segundo lugares respectivamente, mientras la tasa mundial es de 152 por cada 100 mil habitantes.
Por otra parte, en nuestra región latinoamericana y caribeña, mientras 510 hombres son encarcelados por cada 100 mil habitantes hombres, las mujeres lo son en una proporción de 31 por cada 100 mil habitantes mujeres. Y, una vez más, esas tasas han ido en aumento en los últimos tiempos. El Salvador, por ejemplo, tenía en 2020 un número siete veces mayor de mujeres encarceladas que la cifra que presentaba en 2000; Guatemala tenía también en el 2020 seis veces el volumen de mujeres encarceladas que tuvo en 2001.
Esta tendencia de aumento por género que, en particular, se observa en nuestra región se explica a partir del incremento de leyes punitivas carcelarias sobre drogas que afectan a las mujeres de forma desproporcionada. En números totales los hombres son más encarcelados por delitos de drogas, pero en términos de proporción, el porcentaje de mujeres encarceladas en América Latina y el Caribe es más alto que el correspondiente a los hombres. Por ejemplo, en países como Brasil, Chile, Costa Rica, Panamá y Perú, la proporción de mujeres encarceladas por delitos de drogas es un 30% más alta que en el caso de hombres privados de libertad por las mismas causas en esos países, según un informe del centro de estudios WOLA.
En efecto, las mujeres cumplen roles de menor entidad en el mercado de la droga y el crimen organizado, siempre expuestas al encarcelamiento, fácilmente sustituibles y reclutables debido a la altísima feminización de la pobreza en nuestros territorios, por lo que estas leyes punitivas terminan siendo inoperantes para liquidar el tráfico de drogas, y muy funcionales para la reproducción de la criminalidad, la precarización y las ganancias de la industria carcelaria privatizada.
No hay que perder de vista el contexto de profunda desigualdad de género y violencia que tiene lugar en nuestra región. Las mujeres que se involucran en el mercado de las drogas y que terminan siendo encarceladas, son impactadas por la extrema pobreza, por los bajos niveles de instrucción, por el desempleo y por la situación precaria de sus hogares y familiares en los que, en su mayoría, los varones ya se encuentran privados de libertad o inmiscuidos también en el crimen organizado. Además, los efectos de la discriminación territorial, étnica, racial, también definen el problema de las mujeres encarceladas.
Varios estudios indican que, aunque no se han desagregado con exactitud las funciones para las que son destinadas las mujeres en el mercado de las drogas, por lo general cumplen actividades de apoyo en el comercio callejero, actuando como transportadoras o “mulas”, en el cultivo, como jornaleras, en el almacenamiento, abastecimiento, empaque, limpieza, y otras cuestiones menores. De ahí que es excepcional que cometan delitos violentos y que el 62% de ellas sea la primera vez que pisen una cárcel, es decir, que son primarias en términos penales. Finalmente, se ha demostrado que la participación de las mujeres se encuentra condicionada por la vulnerabilidad socioeconómica, la violencia, la trata de personas, incluso con fines sexuales, muchas veces coaccionadas por el miedo.
En el 2018, de las 714 mil reclusas de todo el mundo, el 35 % lo fue por delitos de drogas; mientras que, de los 9,6 millones de reclusos, solo el 19 % lo era por las mismas razones. Esto apunta a una errada política penal en materia de drogas que no logra desarticular el crimen organizado y, sobre todo, una ausencia de otras políticas no punitivas que logren aliviar las cargas de pobreza y precarización en los territorios criminalizados y preteridos por los países de nuestra región.
Cuba: mujeres y nuevas leyes
La Isla muestra una realidad radicalmente opuesta en cuanto a las causas directas del encarcelamiento de mujeres ya que el crimen organizado no se ve expresado ni en el tráfico de drogas ni en la trata de personas con estos fines, no obstante, encuentra analogías respecto a la situación regional.
A pesar de que no existen datos publicados de manera reciente que transparenten la situación de las cárceles cubanas y las tendencias en su crecimiento o decrecimiento, la última vez que se abrieron los centros penitenciarios del país a la prensa internacional (2012), la agencia IPS y su corresponsalía en Cuba, publicaron algunas cifras que demostraron desigualdades de género entre la población penal.
Al menos en el año 2012, el 63 % de las casi 4 mil cubanas privadas de libertad cumplían condenas por delitos de malversación, hurto, estafa y robo, y se encontraban distribuidas en dos penitenciarías de régimen cerrado para mujeres y 16 centros abiertos en todo el territorio nacional.
Según la teniente coronel Sara Rubio, directora de la Prisión de Mujeres de La Habana y entrevistada por la agencia IPS, las campañas anticorrupción iniciadas en el año 2009 (y de corte punitivista carcelario) determinó que más personas terminaran encarceladas. Destacó que una parte importante de ese 63 % de reclusas está asociada a delitos económicos y de corrupción, un problema que “ha golpeado” al sistema penitenciario.
Las mujeres encarceladas reincidentes representaban apenas un 15 % y el resto eran primarias, es decir, que delinquen por primera vez. Además, suelen hacerlo en edad madura, entre los 31 y 59 años. Las convictas jóvenes de entre 16 y 30 años solo representan un 2 % de la población carcelaria en Cuba.
Teniendo en cuenta que, en su mayoría, no se encuentran asociadas a hechos violentos, sino a los vinculados a lo económico y los recursos, las desigualdades basadas en género constatadas en su profundización durante los últimos diez años pueden explicar, también, las causas estructurales de esa tendencia. Sería válido replantearse el encierro carcelario como una forma de “solucionar” motivos de precarización económica con las necesidades anticorruptivas para el país. Es posible que se repita un esquema punitivo solo contra aquellos sectores más vulnerables y reemplazables en las redes de corrupción y malversación del país, tal y como sucede con el tráfico de drogas donde rara vez se logran enjuiciar a las personas implicadas con mayor responsabilidad y envergadura.
No es ocioso apuntar que, además, el país aliviaría la alta tasa de encarcelamiento de mujeres que presenta en comparación con otros países de América Latina y el Caribe que tienen similares datos de densidad de población. Por ejemplo, Cuba presenta una tasa de encarcelamiento de mujeres por cada 100 mil habitantes del total de la población nacional de 35,5 1; mientras que en República Dominicana es de un 2,8; Bolivia de 12,7 y Honduras de 13. No obstante, las tasas son comparables con cualquier país del mundo ya que se calcula por cada cien mil habitantes.
Poco se sabe de los perfiles interseccionados de las reclusas cubanas. Me refiero a su procedencia socioeconómica, nivel de estudios, raza, origen territorial, identidad de género, orientación sexual, si tienen personas dependientes bajo su responsabilidad, etc. No obstante, teniendo en cuenta que la mayoría oscila entre los 31 y los 59 años, generalmente son mujeres que ya son madres, o tienen bajo su cuidado a personas adultas mayores o, incluso, se encuentran en la llamada “edad fértil”. Debido a los tradicionales roles de género, el impacto y el costo emocional, económico y comunitario de que una mujer vaya a prisión es socialmente muy elevado. La red de cuidados se rompe y la atención afectiva que deben proveer las visitas es débil para la interna ya que, generalmente, son las mujeres y madres de familia las que se encargan de proveer y visitar a los varones presos de una familia, pero, en estos casos, son ellas las convictas.
Paralelamente, la teniente coronel Rubio hizo alusión a la falta de perspectiva de género cuando las internas cumplen condenas debido a hechos violentos acaecidos en el entramado de violencia familiar en el que ellas privaron de la vida a sus parejas por encontrarse viviendo episodios sistemáticos y recurrentes de violencia de género contra ellas o de abusos/agresiones sexuales contra sus hijas e hijos.
Es imprescindible un tratamiento jurídico diferenciado. Acertadamente en el proyecto de Código Penal se contempló la violencia de género y familiar como una atenuante de la responsabilidad penal cuando la víctima del delito haya incurrido en ella de manera persistente y sistemática, sin embargo, se omite esta condicionante en la Legítima defensa como una eximente de la responsabilidad penal y no solamente como atenuante.
También el proyecto de Ley de Ejecución Penal trae novedades en este sentido. Modifica los términos para conceder la libertad condicional que, para el caso de las mujeres primarias, se reduce a la tercera parte de la sanción impuesta. Se contemplaron adecuaciones más flexibles para el ingreso y permanencia de las mujeres en celdas disciplinarias y se reforzó la atención para aquellas gestantes o lactantes, aunque mantiene el término de solo un año de convivencia entre madre reclusa e hija/hijo.
Ambos instrumentos jurídicos contemplan, de manera novedosa en su mayoría, cinco sanciones principales alternativas a la privación de libertad: trabajo correccional con internamiento, reclusión domiciliaria, trabajo correccional sin internamiento, limitación de libertad, servicio en beneficio de la comunidad y la amonestación (como alternativa a la multa). Todas son apropiadas para los casos de mujeres encarceladas. Excepto el trabajo con internamiento, el resto se cumplirían en libertad siempre y cuando la sanción sea menor a 5 años y menor de 3 para el caso específico del servicio en beneficio de la comunidad. Teniendo en cuenta las desigualdades estructurales de género; las afectaciones familiares y sociales descritas anteriormente; pero también los tipos delictivos concurrentes en su mayoría como no violentos, pero incluso siéndolo, el término menor a 5 años infiere poca peligrosidad social. Estas medidas son propicias para comenzar a desarrollar “salidas penales” que, aunque punitivas strictu sensu, evitan el encierro de aquellas personas en desventaja social y económica.
Si quienes se encargan de administrar el derecho penal y de ejecutar las sanciones comprenden, asimilan y cumplen estas perspectivas de género, entonces podrán darse estos beneficiosos primeros cambios. Entre ellos, está evitar las condenas de corta duración con medidas de encierro y ponderar las campañas anticorrupción (u otras donde la violencia no sea el centro) con otras sanciones. No obstante, a pesar de que las cifras de mujeres encarceladas se encuentran desactualizadas, es preciso revisar cuántas reclusas pueden ser puestas en libertad bajo el amparo de estas nuevas leyes a partir de lo que regulen sus reglamentos o disposiciones adjetivas.
No basta con refugiarnos en los códigos que, en teoría, son de ultima ratio o de última opción. Se requieren programas sociales de atención a las familias con personas privadas de libertad y a las comunidades que poseen una significativa representación de su población tras las rejas. Políticas de rentas básicas, apoyo económico y programas de cuidado; más allá de la vital atención a las causas estructurales que conllevan a delinquir, entre ellas, la profunda precarización de la vida, el desempleo, el empleo informal, la necesidad de migrar en el interior del país, en donde la feminización de cada una de estas aristas no ceja las brechas de desigualdad.
La política de evitar las prisiones y transformar las estructuras debe primar. Si bien los contextos de Cuba y del resto de la región difieren, en algunos puntos la situación de mujeres cubanas encarceladas presenta conexiones: la mayoría no incurre en delitos violentos; los programas que terminan llevándolas a las cárceles no solucionan el problema “de raíz”; se encuentran condicionadas por las desigualdades económicas; la gran mayoría son primarias; y se experimenta una mayor vulneración de los cuidados y las familias.
Por su parte, la futura Ley de ejecución penal contemplará de forma novedosa el enfoque de género en la ubicación de las personas sentenciadas, así como en los tratamientos educativos, médicos y especializados diferenciados por razón de género, orientación sexual o afectaciones severas que dichas personas puedan presentar por violencia o actos discriminatorios. Sin embargo, la identidad de género es mencionada en solo 4 ocasiones en la Ley: para determinar la ubicación de la persona encarcelada, para recibir un trato diferenciado, en atención al principio de no discriminación en el empleo dentro del sistema penitenciario y para refrendar el principio de igualdad.
Por ello, es perentorio que las normas jurídicas que desarrollen la aplicación de esta Ley sean más exhaustivas en su articulación ya que hasta el momento estos avances se encuentran como enunciados que pueden ser fácilmente vulnerados. La revista Tremenda Nota ha sistematizado casos de violación de los derechos de las personas trans y travestis recluidas en establecimientos penitenciarios de Cuba por lo que se espera, además de una reparación inmediata de los derechos quebrantados, otros instrumentos jurídicos que permitan la prevención, protección e impugnación contra las violaciones que, en particular, impactan a las comunidades históricamente marginalizadas, como las trans/travestis.
Asimismo, se necesita mayor énfasis en la articulación de medidas que garanticen los productos de recolección menstrual (íntimas, toallas sanitarias, algodón, u otras tecnologías más modernas) en todos los establecimientos penitenciarios, desde una celda de detención hasta una prisión cerrada para todas las personas menstruantes. Estas son necesidades básicas que muchas veces son invisibilizadas por la preponderancia de hombres encarcelados y por la puesta en práctica de políticas neutras.
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Nota:
1 El dato ha sido calculado sobre la base de las cifras reflejadas en la tabla y por las fuentes citadas en el texto. Aunque el dato es de 2012, da pistas sobre la situación nacional.
Imagen: Kaloian (Archivo)
Publicado en: OnCuba News