Travesía de una cuarentena obligatoria
El 27 de marzo me volvió el tic en el ojo. Se me había desaparecido desde hacía alrededor de 4 años ya, pero regresó ese día. La noche antes despedía a mi mamá que se iba rumbo a Cuba mediante una travesía nocturna y con escalas de madrugada en un aeropuerto desconocido, por demás, sola. En mi noción del viaje, se asomaba al peligro inminente por contagio del coronavirus. Ella, en edad de riesgo y con padecimientos, zarpó hacia la isla en el último vuelo comercial Cancún-La Habana de Vivaerobus, yo que siempre olvido los números de vuelo, este será inolvidable, ni en el rastreo de los vuelos por internet ni en el de la propia aerolínea aparecía el VB88.
Salió de casa con nasobuco, guantes de cajas de tintes porque las compras de acaparamiento por pánico habían agotado los guantes normales—eso por si los llegaba a necesitar— y también con dos frasquitos de gel antibacterial en mochila y cartera. Los aeropuertos estaban declarados un foco de contagio, y ella pasaría por dos. Lloré a mares, me arrepentí de haber cedido a la decisión de todos en la familia, y antes de intentar dormirme, le escribí un poema.
Estuvimos comunicándonos todo el tiempo. Me dolió el alma cuando le hicieron sacar su ropa y sus zapatos por exceso de equipaje, con tal de dejar en la maleta los medicamentos, el aseo, y todo lo que no hay en el país y uno trata de cubrir con los viajes. Esto no lo entenderá, ni el dolor ni el estrés de un embalaje rumbo a la isla, quien no sea cubanx o tenga familia en Cuba.
Me alivió saber que se estaba guiando, en su travesía aeroportuaria, por un grupo de paisanos que iban al mismo destino. “No está tan sola”, pensé.
Me desperté la mañana siguiente ya con el tiritar de mi ojo y sin noticias. Esperé un rato hasta que se comunicó, que había llegado bien, que estaba esperando junto con todas las personas de su vuelo la guagua que los conduciría al lugar donde harían la cuarentena, aunque las familias con niños se iban en taxi a otro lugar. El 24 de marzo anunciaron de manera oficial que solo entrarían al país personas residentes y que en ningún caso irían a sus casas sino que, del aeropuerto, serían trasladados a centros dispuestos por el Estado para que cumplieran los 14 días de aislamiento y una vez dados de “alta” podían irse a sus hogares. A su verdadero destino final no llegaría hasta medio mes adicional, ya estábamos preparadas.
Llegó la primera buena noticia: iría para Cojímar, el pueblo donde nací, donde está mi casa, mi familia y todos mis afectos. Los llevaron al Centro de Convenciones Pedagógicas, más bien, a los dormitorios del recinto. Le pregunté si todo era un caos—ya había visto un video que circuló en redes nada agradable—y me contestó que no, que todo estaba muy bien organizado, aunque bastante demorado para su nivel de cansancio.
Pronto llegaría la segunda buena noticia: todo estaba muy limpio, muy bien distribuido, los recibieron con mucha amabilidad y consideración—evidentemente las primeras experiencias les abrieron el camino. Una de las acompañantes sintió su colchón en mal estado y enseguida se lo cambiaron. Les tomaron temperatura una vez más, les preguntaron si sentían algún síntoma, si padecían de alguna enfermedad crónica, si traían el tratamiento completo y claro está, la edad. Así es que mi mamá figuraba entre las personas de riesgo.
Ya ubicada en su habitación, nos platica acerca de las dos muchachas con las que compartía el cuarto, que le decían “madrina” o “abuela”, y que le regalaron un par de chancletas porque las que traía las tuvo que sacar en Ciudad de México. Hablé con ellas por videollamada, y fue muy gracioso porque si las veo por la calle no las podría reconocer, prácticamente estaba viendo yo a tres nasobucos verdes, pero de igual manera nos reímos, nos tocamos el corazón en símbolo de agradecimiento y amor en momentos difíciles, y nos despedimos con un “gusto en conocerte” (risas).
Fueron pasando los días y dentro de la satisfactoria monotonía de cambiarles el tapaboca diariamente por uno esterilizado, del chequeo médico a cada rato, y de los menús riquísimos en desayuno-almuerzo-comida, fueron apareciendo los aplausos en todo el país a las nueve de la noche, gesto colectivo de agradecimiento al personal de salud del mundo entero y en especial a los cubanos. También comenzó a ser noticia la llegada de los tests rápidos, y que las personas que estaban cumpliendo cuarentena obligatoria serían las primeras en aplicárseles. Y así fue. No me sorprendió que a mi mamá le diera negativo.
Nos comentaba de las medidas de higiene antes de entrar al comedor: “te aplican gel antibacterial en las manos, y te desinfectan los zapatos con cloro”. Los grupos entraban a comer por tandas, y por cada salida de grupo, higienizaban y desinfectaban todo el comedor. Pasaban por las habitaciones continuamente, al personal “los ves de aquí para allá todo el tiempo, no sé a qué hora duermen”—me decía.
Casi a la mitad de su estancia nos comenta entusiasmada que a la noche iba a haber un acto artístico ya que en uno de los otros vuelos que llegaron al centro venía un grupo de artistas y habían organizado una actividad en la plazoleta, al aire libre, para garantizar las medidas de distanciamiento. Pero no pudo ser, se consideró una actividad de alto riesgo y la suspendieron.
Chateábamos diariamente, nos decíamos que nos extrañábamos mucho y me pedía fotos de Marcos. Describía el ambiente tranquilo, despejado, que había mucho patio y áreas verdes, que podían comprar agua, refrescos y “otras chucherías” en una tiendita disponible en la residencia, que se lavaban la ropa a mano y la tendían en la ventana del baño, “como en beca”. También contaban en la habitación con teléfono fijo, TV y gracias a eso veía las novelas. Otra videollamada: “los ojos se le achinan, quiere decir que sonrió”, me digo.
Una mañana nos avisa que le iban a aplicar el famoso interferón, porque tenía más de 60 años y estaba en los grupos prioritarios. Pasada la inyección le pregunté “¿dolió?”, y me contestó tajantemente: “no se siente”. Quería decir que mi madre estaba perfecta, estaba bien.
¿Cosas malas? Por supuesto. ¡Muchos mosquitos! Tenían que dormir con todo abierto para que circulara el aire, a veces pasaba frío porque tenía una sola sábana, aunque la mayoría muchísimo calor. Todos los días se bañaron con agua fría, nada grato para los alérgicos sensibles a los cambios de temperatura con rinitis, como ella. Otro día cenaron a las once de la noche porque en el comedor hubo problemas con el agua, sin embargo, fueron tantas las hondas disculpas del personal que enseguida se les olvidó.
Y algo que fuimos valorando con extrema sorpresa y agradecimiento en el grupo de chat de la familia, donde le dábamos ánimos, el país estaba haciendo un esfuerzo muy grande, estaba haciendo bien las cosas a pesar de que nunca se ha tenido una experiencia de esta magnitud. Me acordaba de las últimas declaraciones de Rita Segato sobre el “Estado materno” en Argentina, sentía la sensación de amparo, aquello de “maternar”, del estado cubano. Y aunque para algunos esta medida es innecesaria, en todos nuestros corazones nos queda la tranquilidad que cuando finalmente mi mamá llegó a casa, hace dos días, pudo estrechar en un abrazo a mi abuela de 92 años sin que fuera riesgo para nadie.
¿De que es dura la distancia a pesar de la necesidad de la cuarentena obligatoria? Eso segurísimo. Bien que lo sé.
Despedida
Vuelvo a estar en el fondo
Con las algas
Me vuelvo a llenar de silencio y de vacío
Es el minuto más largo de la soledad
Vacía, sí,
Porque ya solté todo mi oxígeno
Lo transfundí en un abrazo
Que también se hizo largo
Como el minuto este de mi soledad
Estoy en el fondo
En la piedra
Abro los ojos bajo el agua y respiro
Me llevo el mar a mis pulmones
Y salgo, al fin,
Que lloro
Que lloro con alaridos enormes
Gigantes
Con sollozos
Graves, afinados
Lloro la eternidad de un siglo entero
Ojos de lluvia, nariz ahogada,
Destilada,
Lloro recién nacida
Otra vez
De ese útero que amo
Y a veces siento mío
Ya lejano
(A mi madre, jueves, 26 de marzo de 2020, 8.30 pm, Tepoztlán, México)