Conexión final del pasillo
I ALARMA
Ya tenía que cerrar el computador, le anunció la alarma número doce del día: Médico. Igual hay que esperar siempre unos minutos más, esos que empiezan siendo cinco y se multiplican por seis. Ella sabe y comprende como nadie la relatividad del tiempo. Apresura el paso, teclea más rápido y a la misma vez siente todo se pone más lento.
También da clases sobre la percepción del tiempo, conoce que en estas circunstancias lo que explica ese acto repetido varias veces al día es ella y no la máquina, es la alarma y no el procesador, son las agendas doméstica y laboral paralelas y no el wifi.
Cierra la pantalla y ese gesto activa regularmente un pendiente urgente, otro. Vuelve a abrirla y busca el link de la clase particular de su hijo. Empieza a las 18:30 y tiene hora programada con el Doctor Durzua a las 17:30. Hace cálculo mental considerando los siete kilómetros de distancia, el horario tráfico y par de variables más. No va a estar de vuelta a tiempo.
Envía un WhatsApp a su hermana en otro uso horario y le traspasa a ella la alarma humana del hijo. Cadenas transnacionales de cuidados le dicen. La hermana acaba de terminar su clase sobre Gender Inequalities… aunque no han tenido tiempo de hablar.
Entonces le explica el paso a paso al niño de nueve años. Él también es rápido. En las noches habla con destellos sobre bucles temporales mientras ella le acaricia el pelo y piensa en el pasado, en el futuro.
Puede seguir el paso a paso con éxito, lo ha hecho antes: no entrar a la cocina, no saltar, terminar redacción, tener el volumen alto del celular, responderle a la tía, conectarse al zoom a las 18:30. Se tienen sólo uno al otro en un país lejano. Sus vidas no son normales, son extraordinarias.
Le da tiempo a ducharse, sacar la falda azul oscuro, pintarse los labios y ponerse la mascarilla. Se gusta a sí misma con labios pintados. Nadie más tiene que ver ni saber pero ella sí y le es vital ese placer.
En trece minutos ya ha encendido el motor. Busca la dirección exacta en el GPS. Lo hace dos veces, en dos aplicaciones distintas. Es una mujer desconfiada, especialmente de todo lo instrumental. Y sin embargo inspira confianza y la entrega, ambas cosas.
II EL PASILLO
El doctor Durzua no era mayor como supuso. Se detiene en esa fijación con la experiencia, pero vuelve a conectarse con las preguntas del oncólogo. Supone debió estudiar muchos años y a la vez le parece tan joven como sus propios treinta y siete. Olvida que ella también estudió más años de lo debido y sus estereotipos generacionales y de género estallan. No importa, hay que confiar y él le inspira confianza. Ella además la tiene: todos los exámenes que logró rescatar de bolso en bolso, de mesa en estante, todos dieron bien en las últimas semanas. Es solo el cierre de una revisión rutinaria.
El tiempo comienza a ponerse raro, frío, tembloroso, pero piensa es la camilla, el procedimiento. Él anuncia cada paso y lo que su cuerpo va a sentir, lo hace con absoluta seguridad. Siempre le llama la atención ese evento sociológico: los protocolos y la estandarización.
-¿Cómo puede saber lo que voy a sentir y decírmelo además?- Se dice sin abrir los labios carmesí que el doctor no intuye siquiera.
Pero vuelve, se concentra, es paciente.
-Pondré el espéculo, lo sentirás frío. Te pondré un líquido, va a arder. Pasaré un algodón, será incómodo. Estamos haciendo la colposcopía- resume.
Ella solo observa el techo blanco.
– Es necesario hacer biopsia- dice a los minutos, pocos y eternos.
No estaba preparada para eso, ni para escuchar de las dos lesiones, ni para el dolor, ni para ser paciente. Pero sabe vivir en la emergencia, aunque cada día le aterra más que el anterior. Responde que sí, que lo haga ahí mismo.
Firma todos los papeles, sale con demasiada información. Más alarmas a programar en su agenda, piensa. Olvida pagar la biopsia pero no el estacionamiento.
III AUTOPISTA
La imagen de los dos frascos con líquido y esos pedacitos de su útero ahí flotando la bloquean. Da vueltas, trata de recordar donde está el auto. Mira la hora, llegará antes de las 18:30 casi seguro. Pone el GPS de nuevo pero esta vez no lo hace dos veces. Gira a la derecha, sigue recto y las líneas del dispositivo comienzan a cambiar una y otra vez. No escucha la voz insoportable ni mira el móvil. Sabe que tomó mal camino y también que acabará.
En unos kilómetros encuentra el retorno y sigue en línea recta pero en sentido contrario. Ese sería un buen resumen de sus treinta y siete años.
Solo piensa en dos cosas: tengo vuelto loco al artefacto este, ¡bien por mí!, y luego en aquel poema de Alcides del libro Nadie. Apenas recuerda, si acaso y mal, los últimos versos: esta tarde ella y él hacen el amor en un hotel, no se cambiarían por nadie. Tiene el poema, la estructura entre el Él y Ella, la trama y desenlace, todo grabado en la mente pero los semáforos no la dejan.
Pisa el embrague y cambia de velocidad como alterna de pensamiento. El dolor está ahí, la sigue mordiendo, con más fuerza cuando frena, cuando la pierna ejerce presión, cuando se detiene y la luz roja parece interminable. Agónico.
Los siete kilómetros también se relativizan, sabe que se perdió, tomó la autopista sur y debía incorporarse a la norte, se pasó mil entradas y hoy por primera vez eso no le asusta. Está segura es una confluencia de milagros: irse sin pagar, atravesar la autopista, no chocar, que ni siquiera otros hagan sonar el claxon cuando cambia frenética de vía. Es como si el mundo supiera que necesita una autopista solo para ella. Una autopista solo para ella, no lo había pensado antes.
Y la dejan, pasa entre velocidades de espanto.
IV CONEXIÓN FINAL
Encuentra su calle, su camino, su lugar seguro. Llega. Recoge automática las carpetas de exámenes, el bolso, las llaves. Cierra. Sube en el ascensor. Las punzadas. Respira. Abre la puerta y la alarma suena exitosa diez minutos antes de las seis y media, justo al final del pasillo.