A tres años del sismo
Hace tres años del sismo en México, el peor que viví. Había llegado de La Habana dos días antes dejando atrás el paso de un huracán que solo me cobró un toldo y el malagradecimiento de cuatro turistas que albergamos en casa.
Era un día como cualquier otro. Sol, paz total, cantos de gallos, de pájaros, y la alegría de volver al hogar, a mis flores y a mis plantas. Mi hijo bailaba frente a la tele, seguía el estribillo de las canciones y la coreografía de unos dibujos animados y yo, sentada detrás de él, me llevaba una quesadilla a la boca cuando el rugido estruendoso aquel comenzó a estremecer todo. Eran las 13 horas con 14 minutos del 19 de septiembre de 2017.
Mi compañero miró extrañado hacia afuera. Volví a mirar a mi hijo bailar mientras el televisor comenzó a agitarse y así también la mesa, el plato, las lámparas, los adornos. De un tirón y atragantándome el último bocado arranqué al niño de su fantasía con un solo brazo y le exclamé a su papá “¡está temblando!”.
Bajé las escaleras trepidantes, salgo a la calle movediza y cubriendo con mi cuerpo toda la humanidad de mi hijo grité alertando “¡¡¡los postes, los postes!!!”, que se doblaban en el aire con intención de desplomarse contra el piso. Seguimos corriendo hasta el mirador que está en lo alto y a cincuenta metros de mi casa cuando, por fin, todo se detuvo.
Llegó una vecina con su pequeño, balbuceaba nerviosa que había estado muy duro. Mi compañero decía igual, que “la cosa había estado grave, seria”. Se aparece un taxi y el chofer nos pregunta si estábamos bien, le contestamos que sí y nos avisó que abajo, en el valle, se habían derrumbado casas y bardas.
Esperamos unos minutos en el mirador por las posibles réplicas. Me mantuve en silencio, solo observando que los niños no habían advertido nada y seguían jugando en sus fantasías.
De vuelta a casa agarro el celular y veo en las redes el pavor y los primeros números de muertos. “No puede ser”, me digo. No actué en ningún momento por miedo, más bien por instinto, por la reacción que provoca haber traspasado experiencias pasadas. Llamé mentiroso al taxista, exagerado. Mi incredulidad no admitía el desastre del temblor. Tampoco vi ni sentí grandes sacudidas que no hubiese vivido antes en la ciudad de México, o eso creía. Blindé mi cuerpo y mi mente en una negación que trataba de defenderse de una adversidad intempestiva, súbita, sin igual. Me costó largos minutos aceptar que una parte importante de México estaba sepultada en escombros, y debajo de ellos había gente atrapada, viva y muerta.
Algunas personas nos llamaron y atiné a escribir en Facebook “Estamos bien, cómo están los demás?” Inmediatamente después nos quedamos sin red. Dice mi madre que aquel mensaje escueto ha sido el más importante de su vida.
Al día siguiente teníamos pasaje para Argentina. La terminal 2 del aeropuerto internacional se encontraba cerrada porque se había abierto en el suelo un socavón que no permitía el tránsito. Esto lo supimos en la noche, cuando regresó la corriente y el internet. A la par, conocimos la cifra de personas fallecidas al cierre del primer día: “un sismo de 7,1 en la escala de Ritcher está dejando casi 150 fallecidos en pocas horas”.
Cada 19 de septiembre a las 11 de la mañana se hace un ejercicio de simulacro en la ciudad de México en memoria del terremoto ocurrido en 1985. Ese año (2017) dos horas después del simulacro, se repitió la espantosa historia. El miedo a los movimientos telúricos está adherido al inconsciente de los y las defeñas. Es un trauma álmico que les supera la existencia y que se transmite de generación en generación. Que la tierra haya marcado la misma desgracia el mismo día del calendario nos hace preguntarnos ¿por qué la muerte nos visita así otra vez?
Nos despertamos el 20 con la noticia de que los aeropuertos iban a continuar en funcionamiento. La cifra de muertos subía a 220. Mientras desayunábamos ya en la ciudad, se televisaba el caso del Colegio Rébsamen y el rescate de la niña Frida quien, finalmente, nunca existió. Las labores de salvamento de la sociedad civil fueron instantáneas, heroicas, y ya eran noticia los “topos”, los mejores rescatistas de la ciudad de México, ejército de voluntarios con vocación altruista de salvar vidas tras los derrumbes.
La fila para llegar a la entrada de la terminal 2 era kilométrica. No había qué hacer, solo esperar para llegar a tiempo. El socavón impedía el tráfico fluido y perdimos el vuelo. El aeropuerto era un caos, de gente, de emociones al límite, de poca organización de los funcionarios. Con los rostros impávidos los operarios nos negaban cualquier alternativa. No hubo tiempo de tolerancia a sabiendas que México en ese instante vivía de los peores momentos de su historia. Mi indignación brotó con fuerza y terminó expresando la amenaza de una demanda contra la aerolínea y nos montaron en el siguiente vuelo con 30 minutos de diferencia.
No sé qué pasó después. No recuerdo el trayecto, solo la memoria vaga de haberle preguntado a mi compañero que, después de un huracán y un sismo ¿qué nos podía deparar su país?
Ya instalados en Buenos Aires, acomodados para el descanso después de una larga travesía, me dispuse a conectar mi celular y corrió afuera, en el patio de la casa, una ráfaga de viento que hizo temblar las ventanas de vidrios. El cuerpo tiene memoria. Sobresaltó mi corazón, mis músculos contraídos se pusieron en alerta mientras miraba fijo la ventana del marco morado. Seguía vibrando y haciendo ese ruido… ese ruido… pensé “está temblando” y a la vez que “no, no puede ser” y, al fin, pude llorar…
Drené los espantos, el miedo, el dolor colectivo que nunca es ajeno, lloré por las muertas y los muertos, por los que aún enterrados permanecían vivos esperando el milagro. Lloré por mis amigos, mis amigas, que seguían allá levantando el puño para pedir silencio porque algún quejido, algún auxilio se sentía debajo de los escombros. Una marea de gente común se organizó en acciones de rescate. Lloré porque nadie les pidió que hicieran nada y saltaron a dirigir el tránsito, a cocinar y brindar comida, a llevar sus equipos de sonido para detectar vidas debajo de las piedras y la basura, a cargar con sus manos los ladrillos del desecho y a escarbar hasta encontrar los cuerpos, a limpiar la ciudad de sus desgracias.
Y yo lejos, llorando, porque me salvé, porque estoy viva y estoy pudiendo contar mi (nuestra) sobrevivencia.
Nota: El terremoto le arrebató la vida a 369 personas, la mayoría mujeres. Las autoridades reaccionaron más tarde que la propia población. Además, se destapó una red de corrupción con los permisos inmobiliarios, con los materiales de construcción, desvío de fondos con fines electorales, fábricas y maquilas clandestinas, personas que vivían en semiesclavitud, etc. Lea más aquí
Imagen: Popocatépetl, México, Alina