Feminismos, instituciones y organización social en Cuba
Publicado por Revista Temas, Revista Temas: 113-114, Dossier Derechos y políticas sociales, enero-junio, 2023, pp. 76-84: https://temas.cult.cu/revista/articulo/17
Desde la desaparición del campo socialista en Europa del este, en Cuba ha habido circunstancias cada vez más difíciles para satisfacer necesidades y demandas sociales básicas. La crisis desatada en los años 90 fue erosionando el tejido social cubano y sus componentes de cohesión y consenso. No solo se manifestó en lo económico, sino que las desigualdades sociales fueron destapando una herida histórica —asociada a siglos de opresión colonial y a un pasado prerrevolucionario con profunda pobreza— contenida, hasta ese momento, por políticas universalistas y un bienestar social generalizado.
En los 80, se estimó que 56% del consumo total de bienes y servicios se podía cubrir con el salario; el resto —44%—, el Estado los transfería a la población por medio de subsidios, gratuidades y seguridad social (Everleny, 2019). También se realizaron estudios para calcular el coeficiente Gini, método más utilizado para computar desigualdad en los ingresos, por vía salarial o cualquier otra forma de distribución. En 1986, Cuba tenía un coeficiente entre 0,22% y 0,25%, y un índice de pobreza de 6,6% del total de la población; o sea una de las sociedades más equitativas a nivel global (Everleny, 2019; Torres Santana, 2021).
Las políticas garantistas y protectoras del Estado permitieron conservar una homogeneización de la población en aquellos años; por lo que a la llegada del Período Especial, a inicios de los 90, esta contaba con reservas económicas, políticas, ideológicas y espirituales para afrontar la crisis en condiciones de relativa igualdad. Sin embargo, ante la urgente necesidad de rescatar la economía y buscar nuevos socios comerciales, las medidas tomadas fueron estratificando la sociedad, con un nuevo orden socioclasista, cuyas primeras grietas se expresaron en las históricas desigualdades sociales que, por políticas universales redistributivas, no se agudizaron; pero estructuralmente no sufrieron grandes cambios, ni fueron focalizadas para su reversión, como son las del género, el territorio y la raza. Mientras la crisis golpeaba y afectaba más a unos grupos que a otros, la cohesión entre instituciones estatales y ciudadanía también se iba erosionando (Martínez Heredia, 2001); y a pesar de haber logrado una recuperación de la crisis en los años subsiguientes, el período entre 2010 y 2011 constituyó un parteaguas en la promulgación de cambios socioeconómicos sustanciales, que profundizaron, aún más, las desigualdades ya evidenciadas tras una larga etapa de precarización.
Durante ese tiempo, Cuba comenzó un proceso de reajuste económico que perseguía la eficiencia del sector estatal y encontrar un modelo de desarrollo sostenible para el socialismo. Se activaron políticas para desinflar plantillas de centros estatales sobregiradas, declarando a los trabajadores interruptos y disponibles, con el objetivo de disminuir costos salariales y aumentar la productividad de las empresas (despidos de empleados con algunas garantías laborales de remuneración). La ampliación del nuevo sector privado y cooperativo suponía la absorción de esta fuerza de trabajo liberada, al aumentar la oferta de bienes y servicios (Hansing y Optenhögel, 2015).
Tal decisión provocó un éxodo a gran escala de personas hacia el sector no estatal, específicamente el «cuentapropista». Se calcula que en 2011 quedaron liberados 5 000 empleados y se pronosticaba que para 2015 la cifra ascendería a 1,8 millones (Mesa-Lago, 2011). Aún no se ha podido verificar quiénes fueron los más afectados: si, en su mayoría, hombres o mujeres, personas racializadas o no. No obstante, existe la hipótesis de que, ciertamente, fueron las mujeres y las personas racializadas las que menos han podido beneficiarse de los cambios articulados (Romay, 2014; Torres Santana, 2020).
A la par, a partir de 2010, comenzaron a eliminarse, «de manera ordenada y gradual», «gratuidades indebidas» en la distribución racionada de productos básicos (Mesa-Lago, 2011). Varios alimentos y artículos de primera necesidad fueron suprimidos de la libreta de abastecimiento: papas, jabón, pasta de dientes, detergente y cigarrillos; mientras, se incrementaba el precio de algunos bienes y servicios, como electricidad, gas, agua y gasolina (2021).
Lo suministrado por el sistema de racionamiento, a precios subsidiados, solo cubriría hasta diez días del consumo promedio mensual, mientras que lo suprimido pasaría a comprarse a precios altos en mercados agropecuarios y tiendas en divisas. Esto tendría mayor impacto en los estratos más empobrecidos. La asistencia social, que debía asegurar la reproducción de la vida para estos sectores, no resultó; a pesar del acuerdo del Sexto Congreso del Partido que prometía garantizarla para «las personas que la necesiten», y de lo manifestado por Raúl Castro —presidente de Cuba en esos momentos— de que el subsidio no se eliminaría «sin crear las condiciones previas para ello» (Castro, 2011). Luego de más de cuatro décadas de incremento del gasto social, este sufrió, a partir de 2010, una drástica disminución: de representar 7,6% del PIB en ese año, bajó hasta 0,9% en 2017 (Mesa-Lago, 2021). A la llegada de la pandemia por la COVID-19, en 2020, ya la sociedad cubana padecía los efectos de estas crisis, agudizados, en gran medida, por el bloqueo estadounidense y las más de 200 medidas aplicadas por el gobierno de Donald Trump contra Cuba. Sin embargo, no hay que descartar que las transformaciones socioeconómicas descritas fueron contrayendo el papel garantista del Estado cada vez más.
A partir de julio de 2020 —a raíz de la crisis profundizada por la COVID-19, y teniendo en cuenta los efectos de las preexistentes— el gobierno y el buró político del Partido Comunista de Cuba (PCC) aprobaron una nueva estrategia económica y social, en dos etapas básicas: la primera relacionada con la recuperación inmediata de la actividad económica mediante la desescalada de las medidas asociadas a la pandemia, y la segunda vinculada al fortalecimiento de la economía nacional. En consecuencia, en diciembre de 2020, el presidente Miguel Díaz-Canel anunció el inicio de la Tarea Ordenamiento (TO) y el arranque de la unificación monetaria, y reconoció que «para beneficiar a todos hay que aplicar medidas que, entre comillas, parecen favorecer a pocos. Sin embargo, a la larga ayudarán a todos» (Alonso et al., 2020). Es decir, no beneficiarán a corto ni a mediano plazo a los segmentos más desfavorecidos de la población.
La nueva estrategia contemplaba igualmente la eliminación de «gratuidades y subsidios indebidos», la ampliación del trabajo por cuenta propia, de las cooperativas y del sector empresarial privado (mipymes), dolarización parcial de la economía, venta de productos de gama media y alta en moneda libremente convertible (MLC), descentralización económica, vinculación entre los diferentes actores económicos (estatales y no estatales) y unificación monetaria.
A pesar del aumento salarial y de las pensiones, la TO trajo como consecuencia una subida exorbitante de los precios (incluyendo la canasta básica racionada, la electricidad y el gas) (ACN, 2020; Figueredo e Izquierdo, 2020), un crecimiento significativa del mercado irregular, y una inflación estimada entre 500% y 900% (Mesa-Lago, 2021).
Es importante recordar que el ordenamiento económico no solo impactó desfavorablemente la capacidad salarial —ya depauperada por varias décadas—, y la posibilidad de consumo, en el acceso a los bienes y servicios (Escambray, 2021) —incluso en las posibilidades económicas reales del sector privado (incluida la falta de regulación y garantías de derechos laborales para este)—, sino que también afectó el acceso a la cultura y la recreación; por ejemplo, los precios de las entradas a cines, teatros y otros eventos artísticos, subieron considerablemente (MINCULT, 2021).
También la vivienda, con un déficit de 929 695 inmuebles y con 39% del total en regular y mal estado técnico, resulta cada vez más afectada en su satisfacción como derecho social. (Figueredo et al., 2018). Por otra parte, el desabastecimiento de medicamentos, que venía golpeando al país desde hacía varios años, como consecuencia del bloqueo económico, impago a los proveedores y mercado irregular (EFE, 2017), se agudizó con la llegada del coronavirus. La salud sexual y reproductiva igual se deterioró. La crisis de preservativos (Ávila Guerra et al., 2020) y de elementos de recolección menstrual (Boza Ibarra, 2021) dan cuenta de ello. Las aulas cerradas por más de un año debido a las medidas de aislamiento, el éxodo de maestros del sector educacional y los programas preexistentes de formación de profesores emergentes con graves irregularidades en su implementación, indican también una crisis en la calidad de la educación en el país.
La atención médica y hospitalaria se une a la lista de dificultades. Por ejemplo, en 2018, la tasa de mortalidad infantil fue de 3,9 por cada mil nacidos vivos (Infomed, 2018), mientras que en 2022 ascendió a 7,5 (Cubadebate, 2023); una cifra preocupante para los estándares mantenidos por los programas sanitarios y de atención materno-infantil cubanos. El Ministerio de Salud Pública ha mostrado alta preocupación por las muertes recurrentes de recién nacidos, sobre todo por bajo peso al nacer o prematuridad (MINSAP, 2023). Estos resultados denotan una serie de falencias estructurales en el sistema que van desde una alimentación deplorable, falta de recursos e inversiones en la salud, hasta acompañamiento médico deficitario, más allá de la ausencia de políticas o programas transversales que lo atenúen.
Otro dato que refleja un debilitamiento de las políticas estatales para garantizar derechos sociales fundamentales es que en 2010 existían en el país diez hospitales materno-infantiles y 336 hogares maternos. Para 2011, los primeros descendieron a cuatro y los segundos a 143 (ONEI, 2015), cifras que se mantienen en la actualidad.
En cuanto a la alimentación, las tiendas en MLC pasaron a vender productos de primera necesidad incluyendo la comida; por tanto, es necesario obtener divisas para adquirir artículos de sobrevivencia. Este acontecimiento señala, por sí solo, que son muchas las familias y sectores que, ya empobrecidos desde los 90, están siendo afectados por la dolarización parcial de la economía, al depender de la obtención de divisas para alimentarse.
Situación de las mujeres ante las crisis acumuladas
En el recorrido por estas tres etapas, encontramos que, indirectamente, uno de los grupos sociales más afectados por estas crisis acumuladas son las mujeres. Debido a los roles tradicionales de género, somos nosotras quienes nos encargamos de elaborar los alimentos; cuidar personas enfermas, discapacitadas y menores de edad; del trabajo doméstico; de gestionar la precaria economía familiar; incluso la higiene menstrual, la planificación familiar y reproducción de la vida en general. Y no solo como sujetos homogéneos y uniformes, pues si cruzamos otras variables como color de la piel, edad, territorio y estado civil, hallamos desigualdades más severas y preocupantes.
Ante una ampliación cada vez mayor del sector privado, donde se dirimen y resuelven muchas cuestiones básicas de la vida (por ejemplo, venta de medicamentos y alimentos en el mercado irregular), y una contracción más profunda del amparo estatal, y un debilitamiento en la calidad de pilares básicos de la Revolución y el socialismo, como salud y educación, las demandas, sin duda, también se ensanchan, se complejizan y se multiplican. Las necesidades que surgen de estas grietas impactan especialmente a las mujeres, sobre todo a las más precarizadas, por lo que sus derechos sociales resultan particularmente afectados. Según el Informe Nacional Voluntario de Cuba, frente a la CEPAL (ONU, 2021), ellas representan 39% del total de ocupados en la economía. También 45,7% de los que laboran en el sector estatal, 29,1% en el privado y 35,5% de los trabajadores por cuentapropia (98). Las brechas son notorias, fundamentalmente para el privado, en especial el cuentapropista, que ha absorbido la fuerza de trabajo liberada/despedida durante los últimos años. En el ámbito rural, existen 44 027 usufructuarias de la tierra (16% del total) y 30 955 dueñas de tierra (32% de los propietarios); y 20% de los miembros de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP) son mujeres. A la agricultura urbana, suburbana y familiar están vinculadas 378 580, 40% de las personas relacionadas con estas actividades (99).
Aunque el Informe indique una alta esperanza de vida —de 80,45 años para las mujeres, en general, por encima de los hombres—, otros marcadores sociales de discriminación expresan que ni los números, ni el fenómeno de la desigualdad, se pueden explicar solo desde el género. Las mujeres racializadas cubanas tienen una esperanza de vida al nacer de 76,78 años (hombres blancos de 77,07). La situación empeora si se trata de las residentes rurales (Díaz, 2020).
La fecundidad adolescente muestra sus niveles más elevados en la región oriental del país —la zona rural por encima de la urbana—, y son las jóvenes negras y mestizas las más afectadas por este fenómeno, especialmente las primeras, sobre quienes las brechas y desigualdades de género se acentúan por la deserción y bajo nivel escolar (hasta séptimo grado), ocupación como «amas de casa», vivir en zonas rurales y en las provincias orientales (Molina Cintra, 2019). En consecuencia, las muchachas racializadas suelen presentar mayores tasas de mortalidad materna.
Estos datos reflejan, además de las desigualdades basadas en el género, cómo han incidido las crisis en los grupos de mujeres, sobre todo rurales, racializadas y empobrecidas; y a la vez, expresa un debilitamiento de los derechos sociales, económicos y culturales de las cubanas.
El papel institucional cubano ante la crisis de los derechos de las mujeres
La Federación de Mujeres Cubanas (FMC) fue creada en 1960, con el objetivo de agrupar todas las vertientes del movimiento de mujeres y feministas de la etapa prerrevolucionaria. Hasta la actualidad, es la única organización de masas, reconocida por el Estado, que agrupa a todas las mujeres cubanas. A inicios del período revolucionario, su labor alcanzó una connotación disruptiva en el orden de género del entramado social e institucional, y fue inspiradora para muchos movimientos de mujeres en la región. Tuvo un papel progresista y de vanguardia para la época, al satisfacer las necesidades y demandas de las mujeres cubanas; sin embargo, con el paso del tiempo, tanto esta función como su capacidad de representación se han visto deterioradas. Nada más hay que comparar las campañas que ha protagonizado —es decir, las que propone como organización, que rectora o usa su facultad constitucional de iniciativa legislativa— en diferentes etapas, para percibir que cada vez menos han estado dirigidas a los problemas de desigualdad que presentamos las mujeres.
Las primeras décadas del período revolucionario se caracterizaron por iniciativas o programas para la integración masiva de las mujeres a las fuerzas productivas, la ocupación paulatina de cargos de dirección, igual salario por igual trabajo que los hombres, institucionalización del aborto, programas de planificación familiar, creación nacional de guarderías públicas infantiles, legislaciones en favor de las trabajadoras, entre otros.
En los 90, las campañas estuvieron marcadas prioritariamente por las necesidades del país, lo que no escapó a las polémicas generadas desde la crítica feminista. Por ejemplo, se «combatió» el trabajo sexual y la prostitución hasta llegar a criminalizarlos; en esta «afrenta», la FMC participó al considerarlos como posicionamientos ideológicos contrarios al socialismo, y no como resultado de desigualdades estructurales de género, raza y pobreza; máxime cuando estos fenómenos proliferaron, como consecuencia de la crisis económica nacional, a partir de la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética.
La campaña más reciente liderada por la FMC apoyó la vacunación contra la COVID-19. Otras, como «Eres más» (2014) —acerca de la violencia psicológica de género— y «Evoluciona» (2018-2022) —contra el acoso callejero— no fueron rectoradas por esa institución, aunque se señala su colaboración, sino por el Centro Oscar Arnulfo Romero (OAR), con fondos de ONG internacionales como Oxfam.
En 2021 se aprobó, mediante Decreto presidencial, el Programa Nacional para el Adelanto de las Mujeres, como agenda del Estado en pos de eliminar las desigualdades. Sin embargo, apenas se han visto anunciadas políticas públicas concretas —diferentes a una campaña— en su respuesta y ejecución, salvo la Estrategia Integral contra la Violencia de Género, de la que se tiene pocas noticias. En tal sentido, entre las amplias dificultades que enfrenta la mujer cubana, en franco escenario de crisis y disparidad, la institucionalidad y el gobierno han tenido un alcance muy limitado para gestionar y solucionar brechas que atiendan al género. Además, la gestión pública respecto a demandas específicas ha sido muy deficitaria. Ante tal fragmentación del tejido social, diferentes iniciativas, grupos y voces de corte feminista han puesto de relieve las contradicciones entre las mujeres, como grupo social de amplia diversidad, que forma parte de la sociedad civil cubana y de las instituciones del gobierno y el Estado.
Al aflorar este abanico de peticiones y malestares, impulsado por la crisis, la desigualdad existente, la contracción del Estado en su misión garantista, la incapacidad de las instituciones de canalizarlas o solucionarlas, y la escasa organización de las mujeres, el campo del feminismo cubano ha reemergido, y logrado mayor visibilidad y diversificación.
El término feminismo de Estado, o estatal, hace referencia a la defensa de las demandas de las mujeres dentro del Estado, a las acciones políticas y programas que despliegan los Mecanismos de Adelanto de las Mujeres (MAM) en favor de ellas y contra la desigualdad de género; en resumen, a los procesos de institucionalización del feminismo/género (Matos y Paradis, 2013).
A pesar de que estos mecanismos deben incluir demandas y actoras hacia el gobierno, para desarrollar procesos políticos de impacto social con un perfil feminista, no siempre tiene lugar este diálogo colaborador entre las fuerzas «desde arriba» y «desde abajo». El caso cubano es uno de ellos.
Marlise Matos y Clarisse Paradis consideran que el feminismo estatal es también «el proceso de institucionalización y legitimación de las desigualdades de género como una nueva agenda de la sociedad y el Estado» (100). Para ello, los MAM son un vehículo imprescindible para lograr avances hacia la igualdad. Sin embargo, en países de América Latina y el Caribe se enfrentan a las limitaciones presupuestales, que impiden el alcance de sus objetivos, y a la falta de poder e influencia sobre el resto de las instituciones del Estado.
La FMC es el MAM en Cuba. Tiene respaldo y garantías constitucionales, propulsa desde el gobierno la agenda para las mujeres, y cuenta con una posición jerarquizada dentro del mapa de feminismos cubanos. No es un instituto, ni un ministerio, aunque su dirección general presenta iniciativa legislativa con respaldo constitucional. Su secretaria general (la Presidencia se encuentra vacante desde 2007 cuando falleció su fundadora, Vilma Espín) asume la máxima dirección de la organización, forma parte del Consejo de Estado, es diputada en la Asamblea Nacional del Poder Popular (órgano legislativo unicameral), dirige su Comisión Permanente de Atención a la Niñez, la Juventud y la Igualdad de Derechos de la Mujer, y pertenece al Buró Político del PCC.
La estructura territorial de la FMC se despliega en las bases y comunidades, municipios, provincias y nivel nacional. Sin embargo, a pesar de estar vinculada al presupuesto del Estado, en la Ley 144, de 21 de diciembre de 2021, referente al de 2022 se contempla como un objetivo principal «reducir, de manera importante» la asignación de la reserva del financiamiento central destinado a organizaciones. De ahí que su falta de jerarquía institucional (ya que no es Ministerio) la relega al sector de las organizaciones que sufrirán reducciones.
Asimismo, la FMC se presenta como una ONG con estatus consultivo ante el Consejo Económico y Social (ECOSOC) de la ONU, desde 1997. Los últimos datos publicados acerca de su conformación numérica dan cuenta de más de 4 millones de afiliadas a la organización —lo que representaba, en 2018, 91% de las mujeres mayores de 14 años (FMC, 2018)—, 14 387 bloques y 81 027 delegaciones, en 2014, referentes a las instancias barriales y zonales inferiores al municipio (Gala León, 2014).
Es una organización institucionalizada con poderes estatales, que funciona a la vez como organización social, de cara al Estado. Esta relevancia constitucional, de coordinación con otros órganos e instancias estatales, pasa por los principios de unidad nacional e integración intersectorial. Sin embargo, su categoría institucional no es consistente con su rol de MAM, desde el punto de vista financiero, ni jurídico, político e interinstitucional, frente a otros poderes del Estado, en tanto se encarga de impulsar e implementar las políticas de género de manera transversal. Estas limitaciones, además, se ven afectadas por la ambigüedad de sus funciones: ser «juez y parte».
Existe un conflicto de interés evidente entre la representación estatal y la social, específicamente de mujeres y personas de géneros diversos. Esta simbiosis da al traste con la dificultad de esbozar con claridad cómo se institucionaliza institucionaliza el género y el feminismo en Cuba: ¿qué sujetos/entes corporizan estos procesos, si la FMC es la única organización social, reconocida por el Estado, que representa a las mujeres y, a su vez, se articula desde los poderes estatales como MAM? ¿Cómo se dan esas interacciones? ¿Ocurren?
Institucionalizar el género desde un feminismo estatal, según Virginia Guzmán y Sonia Montaño (2012), «es la materialización de relaciones políticas, prácticas sociales y visiones del mundo que se legitiman como cosas públicas por medio de procesos precedidos por luchas políticas» (7). Implica elaborar agendas, producir nuevos conocimientos, crear institucionalidades en el Estado, nuevas formas de gestión, políticas públicas enfocadas en la igualdad de género, y renovar las normativas jurídicas necesarias como consecuencia de los procesos de movilización de nuevos actores y marcos cognitivos resultantes de las disputas en las relaciones de poder «desde arriba» y «desde abajo», que manifiestan el debilitamiento de un orden de género vetusto y verifican la emergencia de paradigmas sociales y de comportamiento de género diferentes.
Cuba no está exenta de estos procesos; sin embargo, las transformaciones institucionales se caracterizan por la ralentización, negación de otros actores periestatales, y falta de correspondencia/representatividad de los problemas más acuciantes que les asisten a las mujeres cubanas; en gran medida, a causa de la ambigüedad de funciones y ausencia de jerarquía institucional, principalmente afectada en lo presupuestal y en la propia gestión política.
La inexistencia de presupuestos propios (aunque sean asignados), jerarquía institucional homologada al resto de los organismos del Estado y autonomía de gestión propicia que una parte del financiamiento para varios programas o campañas dependa de las ONG y de organismos internacionales, como Oxfam, UNFPA, PNUD, los cuales tienen agendas propias y están insertados en el orden del feminismo hegemónico. Conceptos como «adelanto», «empoderamiento», «emprendimiento», «emprendedurismo», entre otros, se inscriben en las acciones propulsadas por la FMC y refuerzan algunos de los rasgos de modernidad descritos por Wagner (2013) como fuertes contradicciones: 1) situación asimétrica entre sociedades dominantes y dominadas en la que las primeras impactan de manera adversa sobre las segundas y en esto «las más avanzadas provocan el “desarrollo del subdesarrollo” de las menos desarrolladas»; y 2) ruptura con el pasado en escenarios no europeos que implica el reconocimiento de las matrices coloniales y un desplazamiento de los saberes, epistemes e incluso voces locales (20-1).
Esto no significa que se prescinda de estas fuentes de financiamiento, sino que la balanza debe encontrar un equilibrio justo e inclinado a las agendas y necesidades propias; sobre todo desde los pilares de un proyecto socialista. Como han señalado varias feministas, las ONG globales terminan diseñando nuestros programas universalistas y atemperados al norte global, «gobernando» indirectamente a los MAM.
Teniendo en cuenta las condiciones materiales e inmateriales que viven las cubanas en la actualidad, es evidente que la gestión institucional —pensada desde un feminismo de Estado—, implica el reconocimiento y la solución urgentes a esas condiciones de vida y demandas. La FMC desemboca en una falta de representatividad y consenso con el universo plural de mujeres. Esta falta de cohesión, erosionada y dañada por las crisis y los malestares sociales, apuntan a una necesaria actualización en el diseño de la institucionalidad.
Palear las crisis requiere políticas públicas concretas y la participación popular. Tratándose de inestabilidad en los derechos sociales de las cubanas y sus desigualdades de género e interseccional, entonces es urgente actualizar el modelo que las representa, y rediseñar las políticas y diálogos que se establecen con el universo de mujeres y las organizaciones que emergen de su interior.
Crisis, derechos sociales y la organización de las mujeres cubanas
Los movimientos de mujeres en la región, desde la diversidad de sus grupos (negros, indígenas, comunitarios, populares, socialistas, etc.), y en articulación con los colectivos LGBTIQ+, son consideradas ofensivas modernizadoras y globalizadoras (Guzmán y Bonan, 2006). No obstante, es importante atender «la inevitable dialéctica entre las posibilidades y las limitaciones derivadas de las instituciones modernas», a partir de las tensiones que las sociedades actuales provocan entre «un polo de liberación y otro de “sometimiento”» (Guzmán, 2002: 13-4). Asimismo, los movimientos neoconservadores-desdemocratizadores, como «contraofensivas» de estas fuerzas modernizadoras, pugnan por el retroceso de la institucionalización del género y el feminismo en los distintos países, a lo que Cuba no es ajena.
Si bien las fuerzas modernizadoras desde abajo, y la articulación y trasnacionalización de los feminismos han ampliado derechos y profundizado la democratización de las instituciones en relación con el género, estos avances se dan en un marco de dominación hegemónica capitalista y neoliberal, donde los Estados se ausentan y ocupan su lugar otras entidades como las ONG (Guzmán y Montaño, 2012).
Si el origen de la modernidad no puede ser entendido sin el análisis de la dominación europea (Wagner, 2013: 13), la «modernidad reflexiva» —entendida como ampliación de la ciudadanía, mayor participación en política de los grupos excluidos, resultado de las presiones introducidas por nuevas subjetividades conceptualizadas como ofensiva modernizadora desde abajo— y el «feminismo contemporáneo» (Guzmán y Bonan, 2006: 7) tampoco se pueden comprender sin la globalización neoliberal, el dominio mundial de los Estados Unidos y los peligros de la oenegeización, y el financiamiento de filántropos y entes como la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID).
A partir de todo lo anterior, las agendas de género han sufrido un corrimiento hacia el «desarrollismo» de feminismos (neo)liberales que alimentan al capital (Álvarez, 1997), donde la profundización de los «procesos de individuación» (Guzmán y Bonan, 2006) pueden desplazar a los grupos de mujeres más excluidos (trabajadoras, migrantes, racializadas, otras identidades de género, etc.) (Álvarez, 1997: 161-2).
En Cuba, la transnacionalización de los feminismos se explica a partir de noviembre de 2018, cuando se amplió el acceso a internet a todo el territorio nacional, lo cual junto a las llamadas tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC) posibilitó una interconexión para los movimientos de resistencia social en relación con lo nacional-internacional, un reconocimiento interno de las desigualdades como parte de un contexto global y regional, y que, además, tenían respuestas políticas a través del activismo feminista, antirracista y LGBTIQ+. Cuba se dio cuenta de que ni estaba tan aislada, ni era excepcional en sus circunstancias de pobreza y desigualdad de género.
La cuarta ola feminista, denominada para América Latina y el Caribe como Violeta, por el sello de la lucha contra la violencia de género, llegó al territorio nacional. Aunque con limitaciones y particularidades, los movimientos Me Too y Yo sí te creo, y, en general, las demandas contra la violencia basada en género de orden mundial y regional fueron caracterizando el activismo feminista no-institucional intramuros, y conformando agendas desde la sociedad civil.
Los efectos de la globalización y su relación con las TIC fueron favorables para la movilización de los activismos en el país, aunque no todos compartieron los mismos intereses de búsqueda de justicia social. También la Isla experimentó un incremento de movimientos neoconservadores, de fundamentalismos religiosos, y de feminismos de corte liberal y neoliberal. Este fenómeno es nombrado por Esteban Ierardo como un capitalismo algorítmico de la globalización tecnológica, que también responde a los intereses de las derechas: desde las ultraconservadoras hasta de las (neo) liberales, lo que explica su expansión (Ierardo, citado en Jaimovich, 2019).
En esta correlación de fuerzas, llega noviembre de 2019 cuando cuarenta mujeres de la sociedad civil solicitaron al Parlamento cubano la inclusión y aprobación de una ley integral contra la violencia de género, en el amplísimo cronograma legislativo que se aprobaría en abril del siguiente año. La base organizativa para esta acción política corrió por parte de la plataforma de acompañamiento a víctimas de violencia de género Yo sí te creo en Cuba. Este nombre indica la correlación existente entre la realidad nacional y la internacional, y asimismo la violencia de género como uno de los ejes más importantes para el feminismo periestatal en el país.
Meses más tarde, representantes del Parlamento se reunieron con algunas firmantes para explicar el rechazo a la solicitud y la posibilidad de integrarla en un futuro. Esta ha sido, en los últimos años, la acción política más importante proveniente desde los feminismos no estatales. A su vez, otras iniciativas se fueron articulando «por fuera» del Estado: peticiones legales contra el matrimonio infantil, por la creación de refugios para víctimas de violencia de género, una ley de identidad de género y proyectos en el espacio digital (revistas feministas, grupos de difusión, etc.). También existen algunas iniciativas comunitarias y barriales dedicadas a la concientización del fenómeno de la violencia de género.
Paralelamente, emergen grupos y voces feministas con liderazgos de opinión que han derechizado las agendas mediante un profundo carácter neoliberal. En la mayoría de los casos, se pliegan a la articulación opositora y esta, a su vez, no escatima seleccionar alianzas con la derecha internacional. Feministas alineadas a las agendas de Vox, a los grupos de derecha y ultraderecha del eje Washington-Miami, que están de acuerdo con la severidad del bloqueo estadounidense contra Cuba, activan campañas para desalentar el turismo internacional hacia el país o los convenios de servicios médicos entre Cuba y otros países, y promueven boicots mediáticos contra las pocas empresas radicadas en los Estados Unidos que mantienen negocios con la Isla.
Estas líneas de acción feministas están lejos de subvertir las causas de la desigualdad de género en el país. Mientras denuncian la violencia de género, propulsan paralelamente iniciativas que reproducen la precarización y la desigualdad. Pugnan por la restauración capitalista bajo los eslóganes del feminismo neoliberal, que se concentran en la igualdad de oportunidades, la libertad basada en la propiedad privada y el libre mercado, en la focalización de los derechos políticos y civiles y el discurso del empoderamiento de la mujer y el emprendedurismo.
Según Nancy Fraser (2013), si bien el feminismo (sobre todo de segunda ola) se había planteado la necesidad de transformar la sociedad desde sus cimientos estructurales, lo que implicaba revertir el capitalismo, hoy la emancipación de las mujeres y su «empoderamiento» mediante la meritocracia, ha garantizado una nueva forma de liberalismo que favorece la acumulación de capitales y el neoliberalismo.
Mientras ese feminismo hegemónico liberal se ocupa más de impulsar políticas de identidad de género que permitan el «avance» de las mujeres (e incluso de las diversidades de género, sexuales, raciales, territoriales, etc.) y se olvida de la lucha de clases, el favorecido siempre será el capitalismo neoliberal y la derecha como su ideología. Fraser expresa: «en un cruel giro del destino, me temo que el movimiento para la liberación de las mujeres se haya terminado enredado en una “amistad peligrosa” con los esfuerzos neoliberales para construir una sociedad de libre mercado» (Fraser, 2013: 131).
El feminismo neoliberal fagocita las causas de los movimientos de mujeres de la región y de manera global. Se apropia de discursos, epistemes, narrativas y de hechos fehacientes, para reproducirlos en la arena del capitalismo colonial y racista.
No obstante, coexisten en este mapa de organizaciones y respuestas ante la crisis mujeres, voces y feministas que apuntan a las estructuras que hacen posibles las desigualdades y violencias basadas en género, desde la escasa organización atomizada del feminismo cubano. La feminización de la pobreza, las migraciones (internas y hacia el exterior), la crisis en los cuidados, las dificultades en el acceso a anticonceptivos y productos de higiene menstrual, y las brechas laborales, en la salud y la educación, forman parte también de las demandas de este sector.
Conclusión
A Cuba le es urgente atender, como parte de la gran crisis, la de derechos de las mujeres. El rediseño institucional es vital para la implementación de políticas públicas efectivas que tributen a cerrar brechas o, al menos, a que estas no se sigan ampliando con las últimas transformaciones económicas y sociales.
El diálogo entre las instituciones y el universo de mujeres (organizado o no), requiere mayor sistematicidad, acercamiento y porosidad. Sin la participación de las más desventajadas y empobrecidas, las respuestas que el Estado pretenda desplegar a tal efecto seguirán siendo limitadas y para beneficio de un grupo de mujeres con determinadas ventajas históricas.
La política feminista debe ser entendida no como una forma de política diseñada para la persecución de los intereses de las mujeres como tales, sino como la persecución de las metas y aspiraciones feministas dentro del contexto de una más amplia articulación de demandas (Mouffe, 2001: 11). En consecuencia, garantizar los derechos sociales de las mujeres es, a su vez, asegurar altas dosis de justicia social para la ciudadanía toda.
Referencias
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