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Él tiene 50, ella tenía 17

En horas de la madrugada del 4 de febrero, Elesván Hidalgo, de 50 años, asesinó a Leydi Bacallao, su expareja, de solo 17 años. Los hechos sucedieron en la comunidad de Camalote, municipio de Nuevitas, en Camagüey. Al parecer, todo ocurrió en la propia estación de policía de la localidad.

La escueta nota del Ministerio del Interior refirió que la víctima fue ultimada por su expareja mientras “buscaba resguardo en la subestación de la Policía Nacional Revolucionaria de la comunidad”.

Lo sucedido ha levantado reacciones de indignación y nuevas campañas por la urgente necesidad de una Ley integral contra la violencia de género en Cuba. No solo por la muerte en sí, sino por las condiciones en que tuvo lugar.

Los hechos destapan problemas enquistados de la violencia de género en Cuba y que han sido denunciados por organizaciones civiles, académicas(os), activistas y víctimas con mucha fuerza y perseverancia, durante los últimos años fundamentalmente. Me refiero a la preparación y labor de la policía; a las brechas de género que conducen a la violencia y a la muerte; y al dilatado debate sobre su tipificación y nombramiento público como lo que es: un feminicidio.

La policía y la prevención

Uno de los principales problemas a los que se enfrentan quienes intentan denunciar hechos relacionados a la violencia de género es a la poca preparación y sensibilidad de los agentes del orden en estos temas. A veces se niegan a radicar denuncias por incredulidad, aun cuando hacerlo es parte de las obligaciones de la policía para con la ciudadanía y de sus funciones como institución.

No es un asunto novedoso. En un panel sobre violencia de género realizado en diciembre de 2019, y cubierto por la agencia IPS, juristas de La Habana y Santiago de Cuba revelaron que la mayoría de los reclamos que reciben de la ciudadanía con relación a la violencia de género se debe a insatisfacciones con el proceder de las autoridades policiales ante las denuncias de la población en las estaciones de policía.

En el evento, la propia academia del Ministerio del Interior reconoció que, aunque se realizan capacitaciones, “no se han estandarizado los conceptos y procedimientos para su prevención [de la violencia de género], enfrentamiento e investigación criminal”.

Además, se discutió que delitos considerados “menores”, como el maltrato psicológico, no eran considerados violencia por los agentes. Incluso, referente a delitos relacionados al acoso sexual callejero, como tocamientos o exhibicionismo, los especialistas indicaron que la policía solía indicar una multa de solo 40 CUP (antes del Ordenamiento monetario).

La Encuesta Nacional sobre la Igualdad de Género realizada en 2016 mostró que el 26,7 % de las mujeres entre 15 y 74 años manifestaron haber sido víctimas de violencia en el contexto de sus relaciones de pareja en los doce meses anteriores a la realización de la Encuesta. El 39,6 % de las encuestadas declaró haber sufrido violencia en sus relaciones de pareja en algún otro momento de su vida. Las cifras deben ser más altas si se agrega la violencia fuera del ámbito de la pareja, y a las mujeres menores de 15 años (que sufren mayor acoso callejero por exhibicionismo).

De todas maneras, el contraste con el 3,7 % de ellas que manifestó haber buscado ayuda institucional es notorio y preocupante.

En fechas más recientes, especialistas han admitido que el hecho de que en las unidades de policía se nieguen a radicar denuncias por violencia de género, o que sea retirada, es grave. En declaraciones ofrecidas a Cubadebate, Yamila González Ferrer, Vicepresidenta de la de la Unión Nacional de Juristas de Cuba y coordinadora del Proyecto Justicia en clave de género, refirió que “un desafío urgente tiene que ver con la preparación en torno a temas de género del personal que recibe a las víctimas en algunas de estas instituciones”; entre ellas, las estaciones de policía.

Además de la falta de capacitación, de sensibilidad y de protocolos de actuación, la policía sigue investida de una alarmante (in)cultura machista, sexista y misógina. El video difundido sobre un interrogatorio realizado por la policía de Santiago de Cuba a Alejandro Wilson Correa, acusado de violar a una niña de 8 años, lo demuestra. No solo hay ausencia de rigor y de perspectiva de género en el interrogatorio; sino que, además, el oficial se muestra comprensivo y condescendiente con el agresor sexual. La académica feminista argentina Rita Segato denomina el fenómeno como “pacto patriarcal” o “corporación de masculinidad”.

Aunque se trate de instituciones públicas, los agentes de la policía forman parte de un mandato de masculinidad patriarcal. Se consideran parte de una fratria en la que se establecen lazos culturales sexistas favorables a los victimarios de hechos de violencia de género.

No se trata de deshumanizar a los comisores inculpados, sino de reconocer las tramas que hacen posible que hoy, también en Cuba, una parte importante del cuerpo policial siga favoreciendo con su actuación a las personas denunciadas por violencia de género, en lugar de a la persona que denuncia; sea a través de la negación a la denuncia, mediante su archivación o retirada, o con interrogatorios sin perspectiva de género y sin protocolos para estos casos.

A su vez, las causas tributan a la impunidad en delitos erróneamente considerados “menores”. No se trata de violar el principio de presunción de inocencia; sino de atender adecuadamente a las víctimas por violencia de género, y que sus denuncias prosperen.

Se ignoran las particularidades de lo ocurrido en la subestación de policía de Camalote. Lo cierto es que Leydi Bacallao formaría parte de ese ínfimo 3,7 % de cubanas que buscan ayuda ante las instituciones. A pesar de ello, hoy tenemos una muerta más por un feminicidio evitable.

Uniones tempranas y violencia de género en Cuba

Las violencias basadas en género y los feminicidios no llegan de golpe, por sorpresa. Responden a  desigualdades y brechas que propician estos hechos, que los hacen posibles. Una de ellas es la amplia diferencia de edad en la pareja. Adolescentes o mujeres muy jóvenes sostienen relaciones con hombres mayores.

Uno de los grandes aciertos del nuevo Código de las Familias fue eliminar la posibilidad del matrimonio infantil. Con la reciente norma, la edad establecida es la de 18 años para ambas partes (anteriormente se establecía la edad de 14 años para las niñas y 16 para los varones bajo el consentimiento de sus representantes legales).

En las uniones o matrimonios tempranos, el consentimiento (en los casos que así sea) no es pleno, ni informado, ni se tiene la capacidad emocional, afectiva ni biológica de medir las consecuencias de un matrimonio prematuro. Pero, además, generalmente los matrimonios en los que la diferencia de edad es abismal son caldos de cultivo para las violencias y su naturalización.

En 2019, el 4,8 % de las mujeres cubanas de entre 20 y 24 años se había casado antes de sus 15 años; mientras el 29,4 % de ellas lo había hecho antes de sus 18 años. No son datos discretos, el primero se equipara al perfil del matrimonio infantil y uniones tempranas en América Latina (con 5 % para el mismo rango de edad), aunque supera las cifras del Caribe (3 % para el mismo rango de edad). El segundo dato de Cuba, por su parte, supera tanto el comportamiento de América Latina (25 % en igual rango etario) como el del Caribe (14 %).

Asimismo, el 12,4 % del total cubanas de entre 15 y 19 años se encontraban casadas/unidas antes de sus 15 años, con mayor tendencia en las zonas rurales. En cuanto a la diferencia de edad con sus cónyuges, el informe indica que para el 37,4 % sus parejas eran de cinco a nueve años mayores, mientras que el 30,9 % de las encuestadas se relacionaba con hombres diez años mayores o más. La incidencia de este último indicador es mayor en las zonas rurales, donde la unión con parejas diez años mayores se reportó en un 43,5 % de las encuestadas. 

La Unicef ha remarcado como principales consecuencias de las uniones tempranas el aumento en el riesgo de sufrir violencia de género y doméstica; interrupción de los estudios; el embarazo adolescente, con altos costos para la salud, la integración social y el desarrollo personal. Muchas veces las uniones tempranas encubren agresiones sexuales, violencias físicas y psicológicas, y hasta la mercantilización de la niña o adolescente (sea a favor de sus tutores legales o del propio sujeto que hace uso de la relación).

El embarazo en la adolescencia, por ejemplo, es un problema alarmante que enfrenta Cuba en la actualidad. En 2020, el 15,5 % de los nacimientos en la isla fueron aportados por madres menores de 20 años. Lo preocupante no radica solo en un número aislado, sino en el aumento: en 2021 esta cifra aumentó a un 17,1 %.

La diferencia de edad en la pareja no es solo un problema etario; también lo es de género. Investigaciones han demostrado que las uniones tempranas son además una consecuencia de las desigualdades de género. Sin generalizar, la búsqueda o necesidad de un proveedor económico puede ser motivo para que menores o adultas jóvenes decidan unirse a un hombre mayor, por ejemplo. En algunos casos, de esas uniones derivan las violencias y embarazos en edades de poca madurez física, psicológica y emocional.

El fenómeno desata reacciones en cadena de violencia y desigualdad. Ocurre en un contexto de amplia tolerancia y aceptación social a esos comportamientos, a pesar de los reclamos cada vez mayores de la ciudadanía para que sean combatidos y regulados. 

El derecho penal no basta

Las instituciones cubanas deben divulgar con más sistematicidad y amplitud los avances legales que ha presentado el nuevo Código de las familias en materia de violencia intrafamiliar. Así como llevar a vías de hecho sus nuevos postulados. Por ejemplo, según el Código, la violencia intrafamiliar se considera de “urgente tutela”, por lo que puede ser denunciable por cualquier persona que tenga conocimiento de que ella ocurre —aquí existe un llamado implícito a la sociedad y a la comunidad— y las víctimas pueden exigir una protección inmediata por parte de las autoridades (Art. 14).

Es vital que la sociedad cubana conozca estas herramientas legales, aunque las denuncias de oficio o por parte de terceros no siempre resulten efectivas. Factores como las desigualdades impiden la eficacia de esas medidas o las vuelven contraproducentes. Muchas veces, por causa de la falta de vivienda o de autonomía económica, víctimas y victimarios deben regresar a convivir bajo el mismo techo tras una denuncia. 

En la legislación penal también se protege a las infancias, adolescencias y su sexualidad mediante la señalación del delito de “Estupro” (Art. 400). Sin embargo, el campo de lo penal actúa cuando los hechos delictivos ya fueron consumados. De ahí que el Derecho penal se considere el último recurso a emplear para la atención e intervención de hechos punibles, incluida la violencia de género. La prevención debe venir necesariamente acompañada de una transformación cultural, educativa y también material que el derecho penal no agota.

La nota del Minint que comunicó el feminicidio de Leydi Bacallao hacía alusión a que la expareja tenía antecedentes y mala conducta social. Organizaciones y varias voces feministas aseguran que estos estaban relacionados precisamente a violencias de género desatendidas, con una tolerancia social y comunitaria inaceptables.

Elesván tiene, a sus 50 años, amplia conciencia del alcance de sus actos. Además sabía que, a pesar de su “mala conducta”, podía (porque así se toleraba) mantener una relación desproporcionada con una adolescente de 17 años (minoría de edad a los efectos de la nueva ley de familias). Ella, en cambio, con sus 17 años y separada de Elesván, no pudo hacer valer su decisión, autonomía e integridad y, en consecuencia, fue asesinada.

Feminicidio o femicidio: una discusión estéril

La pugna por nombrar los asesinatos por motivos de género como feminicidio o femicidio nos asoma a un escenario más complejo. Mientras algunas personas discuten sobre diferencias conceptuales; otras, incluso con responsabilidades institucionales, optan por usar términos ambiguos como “ultimar” o “encontrar la muerte”.

No solo se explica desde un lente teórico, sino desde causalidades políticas que siguen fomentando terrenos “innombrables” sobre hechos que ameritan, con urgencia, una definición clara y exacta en pos de su prevención.

La nota del Minint sobre la muerte de Leydi no se refiere a este tipo de asesinatos como lo que es: un femi(ni)cidio. Los comunicados institucionales o sus representantes que reaccionaron ante la noticia, tampoco. Los medios estatales, ninguno. El Código Penal, aunque de reciente aprobación y entrada en vigor, omitió su tipificación nominal independiente a la de asesinato.

Sin embargo, organizaciones civiles, voces de académicos y académicas especializadas en temas de género, medios no estatales, periodistas de diferentes ámbitos y una parte de la ciudadanía se han referido a los hechos como feminicidio. Su uso cada se expande vez más. Otra parte de la comunidad hace uso del término femicidio, incluidos algunos documentos oficiales como el Informe Nacional Voluntario de Cuba sobre la implementación de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, en el que se publicó la única tasa de femicidio de la que se tiene registro.

La disquisición entre uno u otro término redunda, sobre todo, en argumentos teóricos acerca de la impunidad. Hablemos, pues, de sus diferencias; pero también de sus semejanzas.

Fue la investigadora y escritora feminista sudafricana Diana Rusell quien, en 1990, definió al femicidio como el asesinato de mujeres realizado por hombres motivado por odio, desprecio, placer o un sentido de propiedad sobre la mujer. Uno de los propósitos de este concepto fue considerar en la esfera política y jurídica hechos violentos que hasta entonces se consideraban privados o personales.

No obstante, contrario a lo que comúnmente es divulgado, Russell no se limita a conceptualizar el resultado final de la violencia de género, sino que describe el encadenamiento de violencias que puede concluir en el asesinato de las mujeres debido, centralmente, a su condición como tal:

“El femicidio representa el extremo de un contínuum de terror antifemenino que incluye una amplia variedad de  abusos verbales y físicos, tales como: violación, tortura, esclavitud sexual (particular-mente por prostitución),  abuso sexual infantil incestuoso o extra-familiar, golpizas físicas y emocionales, acoso sexual (por teléfono, en las calles, en la oficina, y en el aula), mutilación genital (clitoridectomías, escisión, infibulaciones), operaciones  ginecológicas innecesarias (histerectomías), heterosexualidad forzada, esterilización forzada, maternidad forzada  (por la criminalización de la contracepción y del aborto), psicocirugía, negación de comida para mujeres en  algunas culturas, cirugía plástica y otras mutilaciones en nombre del embellecimiento. Siempre que estas formas de terrorismo resultan en muerte, se convierten en femicidios”.1

Es decir, el femicidio no es solo un resultado final, sino que es producido por todo un encadenamiento de violencias de género estructurales que, sin interrupción, sin prevención, son toleradas por la sociedad y las instituciones, con impunidad.

Más tarde, la académica feminista mexicana Marcela Lagarde vinculó el término al efecto de impunidad en el contexto de su país y lo llamó feminicidio. No obstante, el feminicidio, para la antropóloga, es solo la punta del iceberg (igual que el femicidio para Russell).

El feminicidio, además de absorber violencias generadas por las desigualdades de género, es resultado de un conjunto de hechos violentos que se mantienen impunes. A la sucesión de violencias y desigualdades se le ha nombrado violencia feminicida.

Por tanto, más allá de las diferencias entre los términos femicidio o feminicidio, en lo que ambos conceptos coinciden es en:

  • el carácter estructural y sistemático de ese continuum de violencias basadas en el género (violencia feminicida) que terminan en su extremo con la muerte. No es un asunto privado sino público y político.
  • la responsabilidad de los Estados en la prevención y atención de todas las causas que posibilitan que una secuencia de violencias previas termine en el asesinato por razones de género. Se evita así la impunidad en cualquier escala de ese encadenamiento de violencias.

Cualquier país, cualquier Estado, mantiene obligaciones de prevención y atención de ese encadenamiento de violencias que pueden resultar en la muerte; es decir, frente a la violencia feminicida.

Lo que Cuba necesita no es la pugna por el establecimiento de uno u otro concepto teórico, sino una respuesta operacional, política y efectiva que asuma cualquiera de los dos términos. Cuba necesita que su Código Penal tipifique nominalmente el femicidio o feminicidio, en todas sus variantes, y que diferencie estos hechos del asesinato.

Necesita, además, del rigor en sus comunicados oficiales; de la asertividad de sus instituciones; de políticas públicas, observatorios de género y estadísticas sistemáticas sobre violencia basada en género; de la transformación en los cuerpos policiales, médicos, legales; y que todos nombren y asuman al asesinato por razones de género como femi(ni)cidio.

Cuba necesita una Ley integral contra la violencia de género y otras formas de discriminación que homogenice estos usos y los corrija, que enmiende la dispersión que persiste hoy desde los términos comunicacionales y simbólicos, hasta en los legales. Desde las instituciones obligadas a prevenir la violencia de género, la violencia feminicida y los feminicidios hasta la ciudadanía en general.

Las disputas conceptuales manipulan una tragedia nacional a la que le es perentoria una respuesta de acción política, y no teórica. 

Obstáculos que cuestan vidas

Ciertamente en Cuba los feminicidas casi siempre son capturados o se entregan. No obstante, la percepción de esta no impunidad en casos concretos soslaya el carácter sistémico y estructural de la violencia de género, feminicida y los feminicidios. Se ha descrito a lo largo del texto: los obstáculos que las denuncias y denunciantes encuentran en la policía generan impunidad. Terminan en el asesinato por motivos de género. También la falta de políticas, desde las educativas (el Programa de Educación Integral en Sexualidad que compele a un enfoque de género y de los derechos sexuales y reproductivos al sistema nacional de educación todavía se encuentra suspendido) hasta las emergenciales (falta de refugios) dan al traste con esta noción.

Un país comprometido con la justicia social y la vida libre de violencia de género no puede sintetizar un fenómeno tan complejo a la justicia penal de un caso. Está en la obligación de atender y prevenir toda la pirámide de relaciones y violencias que dan ese resultado, atendiendo también a los contextos de desigualdad en los que estas se producen. Por ello, estirar inútilmente el debate sobre el uso de un concepto u otro no va a evitar muertes prevenibles.

Si mañana las instituciones cubanas le llaman femicidio, y comienzan, en tanto, a desarrollar políticas radicales para su prevención, es la nación toda la que habrá ganado: una mujer muerta menos, un paso más hacia la visibilización y concientización, y un poquito más de dignidad para nuestra sociedad. 

Nota: 

1 Maffía,  D.  (2018). Travesticidio/Transfemicidio como crimen de género. Jueces para la democracia, (93), 79-92.

Imagen: Jochy García/ UNICEF República Dominicana

Publicado en: OnCuba News

Madre, mujer negra, migrante nacida en Cuba. Abogada, investigadora, militante feminista y antirracista. Ahora escribidora

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