El «privilegio» del destierro: La política racializada o la racialización de la política
Por Alina Herrera Fuentes y Adrian J. Cabrera Bibilonia
Hace unos meses apareció el tema musical «Patria y Vida». Ello condujo a una serie de ataques contra algunos de sus cantantes, ataques que no se dirigen (casi) nunca a cuerpos que no sean deshumanizables como lo han sido históricamente los cuerpos negros. Nos referimos a «denominaciones» que iban desde jinetero hasta drogadicto. Medios oficiales, simpatizantes del gobierno, personas de izquierda, se hicieron eco de estos (des)calificativos. No obstante, contra personas afines al Estado también se han proferido violencias simbólicas estigmatizantes como negro mono y disfraz de Halloween, en correspondencia con una ideología de clase cuyo racismo recreativo es inseparable. En una extraña responsabilidad «compartida» por extremos que parecen no tocarse, el problema de la desigualdad racial ha atravesado hasta las batallas más mínimas — y también, claro está, las más «escandalosas» — dentro del escenario político cubano.
Hace aproximadamente un año que los y las cubanas nos vemos inmersos en disputas políticas en torno a, fundamentalmente, derechos reconocidos en la nueva Ley de leyes; desde el llamado Movimiento San Isidro (MSI), su acuartelamiento y huelgas de hambre y/o sed, pasando por la noche del 27N, las protestas del 11 y 12 de julio, hasta los sucesos más recientes relacionados con la convocatoria a la marcha del 15N.
En medio de todos estos síntomas de descontento, reclamos y disidencia respecto a las gestiones del gobierno cubano, existe un elemento clave pocas veces analizado en profundidad, aunque sí muchas veces enunciado: la racialidad de las disputas políticas. ¿Cómo han sido tratados los cuerpos negros y las subjetividades racializadas ante los conflictos sociales y políticos? ¿En cuáles de estos espacios se encuentran representados o sobrerrepresentados las personas racializadas, negras? ¿Cuáles han sido los reclamos centrales de estas poblaciones? ¿Y cómo han sido tratados tanto por el Estado cubano como por la oposición, tanto por la izquierda como por la derecha?
Del control político-penal
Los miembros del MSI y sus principales exponentes o líderes son jóvenes relacionados con el mundo performático del arte y el hip-hop, enclavados en zonas marginalizadas de La Habana Vieja; son, además, afrodescendientes. Las denuncias realizadas contra ellos por parte del gobierno cubano los enmarcaron en narrativas alusivas a la «vulgaridad», la «indecencia» y, también, a un programa de anexión política y a peticiones de intervención militar por parte de los Estados Unidos.
Las protestas acontecidas durante las jornadas del 11 y 12 de julio también estuvieron visiblemente marcadas por la negritud de quienes se manifestaron. Las localidades de donde emergieron las primeras consignas y marchas también aluden a una territorialización de las desigualdades de clase y raciales, y describen por sí mismas las zonas más preteridas e inconformes de la revolución. Los diarios estatales y voceros institucionales recurrieron nuevamente a asignarles calificativos históricamente construidos y destinados para los cuerpos negros y otras subjetividades subalternizadas: vándalos, malandrines, marginales y delincuentes fueron los más usados en franco manejo despectivo.
Por su parte, el grupo 27N (nos referimos a las personas que quedaron como organizadoras y coordinadoras después de la sentada frente al Ministerio de Cultura) y quienes convocaron y firmaron las solicitudes para la realización de la marcha del 15N, pertenecen a la clase media cubana, caracterizada por la blanquitud, niveles de estudio o desarrollo profesional relevantes, facilidades comunicativas y uso del lenguaje menos coloquial, aspectos que encarnan lo que llamamos «prestigio social». A estas personas se les ha tratado en el discurso oficial como mercenarios, agentes de cambio, anticubanos; sin embargo, nunca se les ha calificado peyorativamente según sus formas de comportamiento como vulgares o indecentes. Ni siquiera se les ha atribuido ninguno de los rasgos estereotípicos y maniqueos tan estructuralmente reservados para las personas negras, subalternas, que habitan los márgenes sociales.
Como consecuencia, es notorio que el control penal aplicado contra estas figuras opositoras de impacto mediático haya tenido un tratamiento diferenciado. En especial, esta diferenciación ha estado atravesada por vectores de opresión, más allá del sesgo ideológico, como lo es el color de la piel. Los actos de repudio y el cerco policial han sido reservados mayormente para quienes son blancos, mientras la prisión / encarcelamiento ha sido el destino de quienes son afrodescendientes. En tal sentido, los manifestantes del llamado 11J que presuntamente continúan privados de libertad son, en su mayoría, racializados, de bajos estratos sociales y sin influencia en las redes sociales. En sensu contrario, aquellas que mostraron interés en participar en el 15N se mantienen en libertad y fueron prevenidas, aunque no sin algún tipo de seguimiento penal en caso de ser conocidos o tener un número importante de seguidores en el mundo digital.
Del racismo sistemático del capitalismo
No obstante, la (ir)responsabilidad en toda esta trama racial / racista entre discursos, narrativas y acciones, con sus correspondientes consecuencias, no recaen sobre un solo lado de la polarización política. Desde la derecha exiliada o internacional, principalmente aquella que más se expone en el eje Washington-Miami y Madrid, también la instrumentalización de los cuerpos negros ha sido tan consecuente como racista, apegada a su historia hegemónica y a su ideología / sistema capitalista de cosificación y descarte de las subjetividades desechables como lo son las poblaciones negras y empobrecidas.
Las negociaciones en las que han participado para extraer del territorio nacional a varias de estas figuras líderes o con capacidad de convocatoria, han pasado el filtro «cívico» de la blanquitud, del estatus social y del capacitismo. Nos detenemos a aclarar, una vez más, que nos referimos a un perfil y no a una totalidad de casos.
Asimismo, las críticas más feroces contra las personas negras participantes en los actos de repudio estuvieron impregnadas de un clasismo lo suficientemente racista como para poner la lupa sobre lo «grotesco» y «vulgar» del comportamiento de quienes repudiaban, mas no sobre la violencia del acto que en sí mismo entraña este tipo de performances. La incapacidad de diferenciar entre la crítica a la representación violenta y las personas que la cometían, derivó en un encarnizado agravio racista y de clase contra los participantes, que se convirtió en lo mismo que han señalado como inadmisible.
La más reciente polémica la ha vertido la premiación del tema musical «Patria y Vida» (ya mencionada) con dos Grammy Latinos. La glamourización de los exponentes de un tema cuyo sustrato principal es la pobreza y la desesperanza en Cuba, tiraba por la borda cualquier afinidad consecuente con lo que, durante todos estos meses, la canción ha venido enarbolando y denunciando. La expresión colonial defendida performáticamente en las vestimentas de sus figuras principales nos hace pensar en una tecnología de la colonialidad (parafraseando a De Lauretis), en una contradicción vital y a la vez agónica con el sentido de la letra del tema. Esa contradicción (irreconciliable) sitúa al 11J, a las personas privadas de libertad que protestaron ese día y a quienes fue dedicado el espíritu de la canción de marras en una nueva instrumentalidad al servicio inclemente de la hegemonía del capital. El tema lo está, sus defensores lo están, quienes se sintieron reconocidos en sus estrofas lo han estado; ahora, lo que cambia es la desnudez con la que mostraron la cosificación de un conflicto racializado y que, como tal, se presentó de manera «genuina» en sus cantores también negros y racializados (una retórica esencialista por desconocer otros contextos de privilegio, aspecto que fue demostrado el día de la premiación).
Claro que este tipo de recintos favorece la denuncia y que la palabra que reclama puede ir acompañada de otras simbologías para impactar a la audiencia. En este sentido, podemos mencionar a Marlon Brando cuando, en 1973, se negó a asistir a las premiaciones de los Oscar para denunciar la discriminación en Hollywood contra las personas indias / indígenas, y en su lugar fue Sacheen Littlefeather, una nativa americana, quien rechazó el galardón tras una histórica alocución. Más recientemente, Mon Laferté desnudó su torso en la alfombra roja de los premios Grammy Latinos de 2019 para protestar contra las sistemáticas violaciones a los derechos humanos que se cometían en Chile contra los manifestantes que se oponían al gobierno de derecha de Sebastián Piñera. La cantante fue vestida con un abrigo negro muy grande, un pañuelo verde en su cuello como símbolo feminista de apoyo a la interrupción voluntaria del embarazo y escrito en su pecho hasta debajo de los senos: «En Chile torturan, violan y matan». Son ejemplos de protestas. En cambio, las capas de reinado, entre otras frivolidades, no lo son.
Y hay más. Frente a los micrófonos, a la hora de los agradecimientos y las dedicatorias, uno de sus cantantes principales que se encuentra privado de libertad, los llamados presos políticos y toda esa población destinataria de sus letras fueron los grandes y mayores olvidados. Parecieran nudos, pero es lo contrario: fue el momento en que desenredaron y transparentaron sus propios intereses.
Por su parte, no faltó quien detectara esta aparente contradicción y, por más que en sus narrativas hagan referencia a y énfasis en los grupos humanos subalternizados en Cuba, lo hacen con desdén hacia la negritud «vulgar» a la que le falta habilidades de lectoescritura, y en la misma tesitura del bullying que recibieran un año atrás los líderes del MSI por faltas de ortografía en sus redes sociales. Esos mismos que defienden bajo los mismos paradigmas que critican. No es un juego de palabras; es la corresponsabilidad transversal de la reificación racista en política desde la derecha hasta la izquierda. Cada franja con su cuota de poder. Si bien en Cuba lo que hoy conocemos como oposición no ha llegado a apropiarse de ningún instrumento de poder al interior del país, el sistema mundo unipolar capitalista que gira a la derecha no es menos importante cuando absorbe (casi) toda disidencia en Cuba y la empodera bajo los estándares de su programa necropolítico.
Para concluir
El escenario político actual es una contingencia que va de una crisis, no solo político-económica sino también moral, a prejuicios de largo arraigo. Ese escenario, cargado de historicidad, es interpelado continuamente por extremos que buscan capitalizarlo en unos casos, o al menos manejarlo en otros. Ello a partir de rejuegos y tácticas maquiavélicas, en sentido estricto, en donde lo único que ha valido es el aquí y el ahora; en donde se ha actuado una y otra vez de forma casuística y se han instrumentalizado constantemente, por un «interés superior», los prejuicios y las fobias.
A la izquierda nos toca entonces jugar un papel de alta complejidad. Nos toca hablar, escribir, pensar, sentir y, en consecuencia, presionar para ser capaces de transformar en clave racial. Nos toca desmarcarnos de toda forma de política racializada o, en sentido general, que acuda a la homofobia, a la transfobia, a los sexismos, etc. y que reafirme — en nombre de esos bienes superiores — las desigualdades sociales.
La riqueza de las élites políticas y, por tanto, la dominación en cualquiera de sus estratos territoriales y geopolíticos le deben al continente africano y a su descendencia diaspórica. La contrahegemonía que nos propongamos desde la izquierda y las alternativas al capitalismo que construyamos no pueden seguir siendo acríticas y desoídas de la negritud y el racismo como hasta ahora. Parafraseando a Ángela Davis, la revolución será antirracista o no será.
Foto: Wendy Pérez Bereijo
Publicado en: Luz Nocturna